PRÓLOGO

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DIEZ AÑOS ANTES
CENTRO DE DESARROLLO

Estiro mi mano tratando de alcanzar una estrella, pero sé que es en vano. Y me duele, no porque no pueda, sino porque seguramente sea la última vez que lo intente. El viento juega con mi pelo mientras trato de grabar cada último detalle de la noche estrella que se abre ante mí, sabiendo que no voy a poder apreciar otra como aquella. Me aferro fuertemente a la fría baranda mientras mi mirada recorre más allá de las montañas que me rodean, de la fría nieve y de la luz de luna. Allá abajo, alejados de todos, están ellos, están viniendo a buscarnos. El ruido de sus camiones me asusta y se que ya no tengo tiempo.
Algunos nacen sabiendo que van a vivir una vida feliz rodeada de abrazos largos y caricias suaves. Yo supe desde el primer momento que la mía no iba a ser así.

Por las reglas de este lugar, todos los recién nacidos tenemos que ser llevados a uno de los centros de desarrollo que se encuentran esparcidos en el medio de las montañas, alejados de todos, para poder crecer con enseñanzas, conocer las leyes y saber cuál es la categoría que te toca y que te condena.
Ahora, que ya cumplí los diez años, es cuando te toca salir y volver con aquella que se supone que es tu familia o aquel que quiera recibirte del otro lado. Si es que te queda alguien. Se supone que te preparan para que puedas desarrollar el papel que te corresponde en la sociedad.

Acá adentro vivimos todos juntos sin importar de qué clase estás destinado a ser. Te enseñan las leyes básicas y a cómo comportarse ahí afuera. Te enseñan aquella historia de nuestro mundo y como fue creado por los antiguos dioses.

Los amados dioses.

Los que hicieron nacer a los primeros herederos de esta era, destinados a llevar la sangre dorada en sus venas. La reina Asena y el Rey Lorcan con sus adorados gemelos Dane y Dacian.

Los detesto.

Los únicos en todo el reino que tienen ese tipo de sangre, ese poder.
No nació nadie más destinado a compartir el trono. Nunca. O, eso es lo que dicen. Yo no estoy segura que creer.

Los últimos años pasan haciéndote pruebas para que se pueda determinar aquello en lo que te vas a convertir, ya que esto no se sabe hasta que llegues a los diez años de edad. Hasta ese momento todos tenemos el mismo color de sangre, si tenes suerte, eso cambia. Todos mantenemos nuestra sangre roja original hasta ese entonces. A los afortunados les cambia y les depara un buen futuro. A los que no...bueno, dicen que es como vivir en el mismísimo infierno.

Yo no quiero irme.

No quiero salir de esta burbuja de cristal que me mantiene bien. Yo sé que lo que me espera ahí afuera no es como lo pintan en los videos que nos muestran una y otra vez de forma constante. Yo no estoy lista para eso ni estoy tan ciega como los otros.

Los demás no lo ven pero ellos ya saben que somos.
Lo intuyen,
Lo presienten.

Nos queda un día para poner el pie ahí afuera, hoy nos dan la fiesta de recibida, como les gusta llamarla. No creo que sea tan alegre como eso.
Hoy es el último día que voy a poder compartir con el chico que me gusta, mi amigo. Aquel que no se separa de mi lado ni dos minutos y con el que compartimos todo tipo de teorías de lo que podemos llegar a encontrar fuera de la montaña. Aquel que me prometió que si nadie venía por mí él iba a estar esperándome para llevarme con quien sea su familia.
No nos permiten llevar nombres porque eso es el derecho que se te otorga al salir y que lo van a elegir tus padres o uno mismo. Entre nosotros nos gusta llamarnos Igual. Porque por más que sea lo que nos separe afuera, eso somos. Dos iguales. Tanto por fuera como la sangre que condene nuestro destino.

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La tal fiesta era mentira. Todos lloran asustados pero yo decidí no mostrar ninguna reacción. Son tan incrédulos que creyeron que todos los cuentos tienen finales felices. Aprendí desde hace mucho que esos finales solo existen en los libros, pero ¿En la vida real? No, eso no pasa.

Una Ciudad De Polvo y Huesos [1] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora