La Jaula Del Pasado - Capitulo nueve

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( La madre de los mil pesares)

Una maravillosa colección de material prohibido, tan orgánico como cuerpos sin vida a punto de convertirse en polvo y óxido líquido alimentando la tierra seca, tan densa como la arena desértica. Inmóviles, dejando de emitir esos ruidos, horrendos ruidos de súplica del animal, criatura o lo que sea que fueras tú. Reducidos a la nada hasta ser polvo, la sombra de esa esencia, la ceniza, los llantos y el pico de las flechas ensangrentadas. Cazadores buscando cualquier indicio de vida o sobreviviente de la caza demencial provocada por la crueldad de la reina. El mundo entero siendo su enemigo y ella siendo un objetivo ambulante, matando a cualquiera que tuviera las agallas de estar frente a frente con el diablo. Eso era. Un maldito demonio.

Ya es herencia, es por familia, un maldito festival de moda muerta en el cual yacen los más aptos y los débiles son crucificados de cabeza, al igual que ese montón de santos idolatrados, sus dioses bipolares quemando las semillas de los frutos de su pueblo. Ella siendo una deidad paradójica, embustera y cancerígena. Si fuera por ella, se bañaría en la sangre de todos como una condesa adinerada, y eso lo haría con gusto hasta acabar con toda su mierda demencial.

Hundirse en los infiernos y ser parte de las llamas que se esparcen en su descendencia solo por su ataque y rebelión, la vida y la sangre unidas en un lazo delgado que hacía danzar al alma en la indecisión y hundiéndola en la confusión. Confusión, lo que solía traer al decir palabras tan humillantes y llenas de falacias de principio a fin sobre su padre, esa figura que perdió autoridad dejando su credibilidad por el suelo, amenazando con asesinarle si se oponía a alguna de sus ordenanzas. Un milagro suponía el hecho de seguir con vida cuando nació su nieta y murió su ya ex marido, el cual desapareció en extrañas circunstancias. Pero él ya había supuesto que ella lo había matado con sus propias manos. Sí, su hija era un monstruo.

Un monstruo que debió permanecer en cautiverio desde el día cero, y así lo había hecho, pero de alguna forma ella logró soltarse. Se suponía que a estas alturas apenas saldría del encierro en su sótano. No ahora.

Jamás. Por favor, no dejes entrar al diablo.

No lo hagas. Va a matarlos.

Por favor, amor mío, no dejes que salga allá afuera.

Las frases que le repitió el amor de su vida, la madre de su muy odiada niña, él también la repudiaba pero fue más por su decisión que por su culpa. Encerrar a la joven criatura desde el día de su nacimiento hasta el fallecimiento de su madre. Una terrible elección, un error que trato enmendar de alguna forma ya siendo irreparable. Todo por esa maldita enfermedad, ese maldito problema en su cabeza disfuncional, su locura, que arrasaba con su encanto terminó pudriendo la joven fruta dulce que sería su anhelada hija.

Ella siempre supo el odio que sentía su padre hacia ella tras intentar acercarse a él luego de liberarse de ese lugar, y el afecto que nunca logró obtener detonaron la bomba del odio y el rencor contenidos en ella por tanto tiempo.

Lo merecía. Por eso permitía el desastre, el desastre que pagó el pueblo, los que siempre pagaron sus errores. Sus visiones de ver cómo la heredera al trono de su hija iba a provocar otro infierno. Uno más, y otro llega. Ya no había nadie más que ocupara el lugar de Moon. Ningún lazo sanguíneo familiar, solo podía mentalizarse con que en algún punto el desastre acabaría, que no se desalojaría el pueblo y que la redención llegaría a apaciguar su ya anciano ser, pero nada. ¿Acaso ella no tendría descendencia? Es imposible. La gente sufriría los destrozos de madre e hija y no habría nada que las detuviera. Ni un descendiente. En sus visiones sólo había imágenes borrosas de una joven con vestido rosa y cabellos largos color café, no se parecía en nada pero de alguna forma ella era protagonista de esas visiones, pero luego aparecía otra más con características similares pero trayendo un vestido blanco ensangrentado, su cabello suelto y un sombrero. La adivinación de seguro le estaba fallando. Eran tan similares. ¿Gemelas? Él no lo creía, no parecía estar ya seguro de nada.

Ahora él era el enjaulado, se perdió el nacimiento de su nieta estando dentro de lo que parecía una celda. Esas visiones eran su único pasatiempo dentro de ese calabozo, quizá eran su distracción del mundo real que comenzó a distorsionar con la adivinación. Su único don. El cual le fue de utilidad para elegir al marido de su hija, un hombre de ojos marrones, un príncipe galán con rosas en la mano y dispuesto a colocarle un anillo al dedo a su prometida. Se preguntaba cómo sería su hija, quizá tendría el cabello liso de ambos y el lunar junto a la clavícula de su padre. Anhelaba cuidar de ella, aún si se encontrara enferma como su madre siendo infante, y corregir todo ese expediente trágico que pretendía llegar a su sangre, esa sed que tenía su madre, deseaba que su hija fuera su opuesto... Y sí que lo fue.

Un cabello lacio de color negro con puntas azul azabache al igual que el par de perlas de sus ojos, una piel pálida y blanca sin ninguna mancha en su bello cuerpo. No había parecido.

No se atrevería a reclamarle a la nueva reina, o más bien dictadora del pueblo, ¿por qué esa niña no se parecía a su prometido? ¿Con quién se había acostado esa malnacida entonces? Estaba lleno de rabia, pero a ese punto eso le había llevado a la miseria, así que no discutió.

Un par de días pasaron o meses, quizá semanas. No había aberturas en el calabozo como para saber qué tan rápido pasaba el tiempo. Hasta que un día, Lavanda llegó con la niña en brazos.

—Hola, padre —Una voz rencorosa con pocas palabras describió la situación en la que se encontraba, un tono de soslayo y débil.

—Henriette, hija —Su esperanza sobrepasó el techo al verla allí, se veía tan distinta, ese pequeño bulto en sus brazos era su niña.

—Necesito saber. ¿Por qué madre no está? —Su sonrisa se apagó de inmediato al ver la mirada llena de tristeza de su hija.

—Cariño, ven aquí —Le cedió su asiento de madera tras la reja, ella ordenó que abrieran su celda para entrar y sentarse junto a él.

—¿Por qué? Ella no... —Ese fue su punto de quiebre, el lado que jamás había demostrado antes, la tristeza oculta tras la rebeldía — Papá... ¿Por qué? ¿Por qué me encerraste? ¡¿Por qué me dejaste sola?! —Sus gritos eran desgarradores y llenos de ira, era una gran sorpresa que la bebé no se moviera demasiado.

—Hija... —La de cabellos largos se tiró de rodillas al suelo manchando sus vestidos con el arroz esparcido por el suelo, el hombre se compadeció de su entristecida alma — Fueron mis errores, mis defectos, no te correspondía cargar con todo ello.

—¡No puede ser! ¡¿Cómo es que puede ser tan hiriente?! ¿Tienes idea de todo lo que sufrí? ¡Fue un maldito infierno, papá! —Reclamó.

—Lo sé y lo lamento tanto,Claro, fueron mis errores. No debiste pagar por ellos... —La voz de una chica contra un anciano, era una guerra difícil de ver. El sentimiento de la culpa alimentaba el ambiente de incomodidad. Musitó débilmente— Tu madre Tenia una enfermedad tan rara... Que te infecto, una rabia que la caracterizaba, la violencia. Yo solo anhelo que esta pequeña no pase por ello.

—Ahora esta niña. ¡Esta desgraciada! —Incitó a sus uñas en la espalda de la bebé que despertó en llanto, su suave piel sintiendo agujas en todo el cuerpo. Doloroso.

—¡No llames así a tu primogénita! —Suplicó al ver que la madre había dejado a su hija en el suelo llorando mientras estiraba los brazos, el llanto de la niña enloquecía a su madre.

—¡Haz que pare de una vez! —El hombre tomaría a la niña en brazos y la cunaria para así disminuir el llanto de la criatura.

—No... No... No puedo —Gruesas lágrimas emergieron de sus ojos acurrucada en un rincón de la pequeña celda a metros de ambos.

—Hija, déjame ayudarte, déjame salvar a esta niña de ti —Imploró el anciano —, déjame ayudarte con su crianza. Prometo que será buena hija.

—¿Dónde está mamá? —La pregunta hecha en un tono tan inocente, lo suficiente como para hacer que el corazón del pobre anciano se arrugara y retorciera con dolor — ¿Dónde la dejaste? ¡¿Dónde?!.

—Hija —Trago saliva —... Tu madre está muerta.

"Ten piedad, hija mía". Donde viven las historias. Descúbrelo ahora