-Reina Moon, deténgase- Imploró el periodista al ver cómo ella comenzaba a empacar sus cosas con manos temblorosas, cada objeto recogido con urgencia mientras sus ojos mostraban una mezcla de determinación y preocupación.
Cerca de siete sirvientes atendían sus necesidades, moviéndose frenéticamente por la habitación. Dante, por su parte, asistía en silencio, negando con la cabeza ante cada palabra cargada de desdicha y resentimiento que surgía en la discusión creciente. El ambiente se volvía tenso, como un arsenal preparado para la batalla, con palabras afiladas listas para ser lanzadas.
-Mi señora... ¿Está consciente de que hace muy poco fue envenenada? - Preguntó un sirviente entre el caos, buscando medicina mientras la dama palidecía visiblemente.
-Lo sé, lo sé... Solo... Apuren el paso- Respondió ella con voz entrecortada, mientras todos los presentes se esforzaban por cumplir con sus deberes, conscientes del estado frágil de su dueña.
-Regresar a casa, ese es el deseo de la reina- Ordenó una de las sirvientas superiores, caminando de un lado a otro en círculos, visiblemente afectada por la situación- ¡Apresuren el paso!
El semblante de la reina se oscureció aún más. ¿A qué se debía? Había odio, remordimiento y una pizca de pena en sus ojos. Sabía que su hija estaría en manos del hombre que la había envenenado recientemente, sintiendo en sus propias carnes los efectos de aquel veneno. Bastaban unas gotas para inducir mareos y vómitos severos, un ajuste de cuentas justo, considerando las numerosas veces que ella misma había utilizado métodos similares para provocar la muerte de otros. Finalmente concluyó qué lo único que le ofrecía era la absoluta nada. Aunque había aceptado su destino, ahora era el turno de su hija de asumir el suyo, una prometida esposada a un Ricachón. No había otra alternativa, optó por lo que consideraba más correcto, aunque había considerado otras opciones, como escapar con ella, ¿pero qué sería del pueblo? Si se escapaban y cruzaban la barrera, no podía dejar que lo hicieran, necesitaba la atención de sus habitantes, ser el centro de su universo. Cada pensamiento era egoísta.
Ya en la estación de tren, el periodista seguía a la reina como un perro faldero a su dueño. Había venido con su familia para despedirla, pero ella solo mostraba interés especial por tres miembros de la familia: Nana, Dante y la pequeña Abril. Aunque esta última no había acudido, lo que resultó bastante llamativo.
-¿Y su hija? - Preguntó la reina mientras secaba sus lágrimas con un pañuelo.
-Está en el hospital donde la tienen internada... No nos dan respuestas. Nadie ha respondido- Informó el periodista, con la voz entrecortada por la emoción.
Este último comentario partió el sensible corazón de la reina, que ya había empezado a cogerle cariño a la niña.
-Entonces organicen una protesta. Deben ser escuchados, es su niña- Respondió la reina con los ojos zafiro brillando de determinación- Sus voces merecen ser escuchadas.
El pitido del silbato rompió el aire, alertando a la reina de cabellos oscuros. Era hora de partir. Un pequeño grupo de sirvientas empezó a cargar el equipaje mientras las demás esperaban pacientemente a la reina. Esta, por su parte, con los ojos cristalizados, contempló por última vez a su amado Dante. Él se acercó a ella con una tierna sonrisa y la besó suavemente, sus labios sabían a plomo, un beso de despedida cargado de emociones.
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"Ten piedad, hija mía".
De Todo"Los secretos familiares no pueden ser ocultos por siempre".