CAPÍTULO 23

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Al darse cuenta de la atención innecesaria que estábamos atrayendo, mi hermana me agarra del brazo y tira de mi hasta llegar a una zona más apartada. Era un parque infantil con suelo de goma, columpios diminutos con tantas abrazaderas que parecían los asientos super reforzados de una montaña rusa, un tobogán poco empinado y un balancín que más que subir y bajar se meneaba. En otra época en la que el suelo de los parques infantiles estaba cubierto de arena, mis tacones se hubiesen hundido en el suelo.

– Dicho así todo eso suena muy tétrico – se queja ella como contestación a todo lo que le había echado en cara.

– ¡Es lo que pasó! – exclamo todavía enfadada.

Coraline suspira y bajo el cielo nocturno obnubilado prosigue con la historia.

– Me casé y conseguí engañar a mi marido durante dos años. Le hice creer que yo era Francesca y se lo tragó. Sin embargo, era inevitable que algún día comenzase a sospechar, así que se puso en contacto con las monjas del convento para conseguir las pruebas de nuestro engaño. Al final esas perras mostraron su verdadera cara y aceptaron los sustanciosos sobornos que ese cerdo les envió – prosigue devolviendo a su sitio los pliegues de la falda de su vestido floral que la brisa no dejaba de intentar levantar.

– ¿Así que las monjas le rebelaron que la verdadera Francesca estaba en un convento en las montañas?

– Sí, pero en lugar de enfrentarme. Ese maldito cabrón siguió con la mentira. Continúo abusando de mí durante meses mientras tus "hermanas" del convento le enviaban ropa usada u objetos que habías utilizado. ¿Nunca te diste cuenta de que algunas de tus pertenencias desaparecían sin más?

Escuchar lo que ese hombre le había hecho a mi hermana me revolvía el estómago y en parte me hacía sentir culpable porque ella solo estaba ocupando mi lugar. Todos esos abusos físicos, psicológicos y sexuales que sufrió debí ser yo quien lo experimentara.

– Pensé que quizás hubiesen sido las ratas. El convento estaba plagado. No era extraño que se llevasen algunas de nuestras cosas...

– Asquerosas santurronas. Te hicieron creer que todo lo que ellas te quitaban se lo había llevado las ratas – escupe ella con rabia. Mi hermana nunca había sido partidaria de las instituciones religiosas y ahora entendía el por qué. Nadie es tan bueno como quiere hacer creer a los demás que es y a veces los verdaderos monstruos llevaban un rosario colgando del cuello. Las monjas del convento fingían ser buenas samaritanas ayudando a los más necesitados y dando una educación a las niñas sin la aprobación del Vaticano, pero no habían dudado en vender a una de las suyas a cambio de una buena limosna –. Alimentaron la obsesión de ese hombrepor ti durante meses hasta que un día descubrí su alijo secreto. Guardaba todas tus cosas en un baúl bajo la cama en nuestra alcoba. Lo confronté.

– Y lo mataste – la interrumpo sabiendo a donde conducía esa parte del relato –. Después te lanzaste al vacío a través de una ventana.

– ¿Qué? ¡No! – niega ella sorprendida –. Quiero decir, sí. Lo maté. Discutimos y la cosa se puso demasiado violenta en muy poco tiempo. Antes de darme cuenta tenía un puñal en la mano y se lo había clavado del cuello. Lo que no es cierto es la parte en la que me tiré por la ventana. Venga ya, Silver. Me conoces. ¿De verdad crees que sería capaz de suicidarme?

Ese hecho siempre me había parecido extraño, pero era lo que decían las habladurías. Aunque es bien sabido que todo rumor tiene una parte cierta y otra que no lo es tanto.

– No, no lo creo – acabo respondiendo.

A diferencia de mí, ella hubiese podido llevar la carga de la muerte de ese hombre sobre sus hombros sin problemas. Siempre había mantenido la cabeza fría en las situaciones difíciles, por lo que me extrañaba que hubiese optado por la vía del suicidio.

Devoradora de almas | EN PAUSA |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora