Capítulo 19

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La madre de Smith insistió de distintas maneras en que esta Nochebuena la festejáramos con su familia, incluida mi mascota. Se empecinó tanto que fue mi padre quien me obligó a aceptar la invitación con tal de ya no recibir otra misiva, que figuraban apretujadas dentro de nuestro buzón o adornando el césped de nuestro hogar, donde Pelos se encargaba de destruirlas.

No me alegraba mucho la idea de asistir esa noche especial con ellos, esa es la verdad. Yo ya había planeado una cena en mi casa con carne, purés y pastelillos, mientras el hogar encendido nos proporcionaba calor aunque a mi padre no le agrade tener que avivarlo cada cierto tiempo. El par de tortolos harían bromas y Marco estaría peleándose con mi progenitor, frente a frente, entretanto esperábamos las doce para festejar Navidad. Sin embargo, el español, lejos de su familia y demás seres queridos, habría de celebrar solo con Bástian y Helen dentro de la enorme Academia, aun si me imploraron que estuviera con ellos como ya lo habíamos planeado desde meses anteriores. Por consiguiente aquí me encuentro, en estado de abulia observando desde la calle el hogar de mi novio, que ocupaba el espacio de tres terrenos normales del vecindario. Una estructura de color arena con molduras blancas, de dos pisos, rodeada por un jardín de proporciones también inmensas donde, además, luce una piscina y un espacio para el descanso.

Caminamos con nerviosismo hacia la puerta color castaño oscuro y procuramos alejar a Pelos del peligro, atraído a la alberca donde flotan pelotas y varas de espuma. Hacemos sonar el timbre un par de veces hasta que el mayordomo (¡mayordomo, por Dios!, ¿no les suena a película o novela cliché?) nos abre la entrada y ya en el vestíbulo nos encamina a un pequeño cuarto que funge como sala de visitas. Nos deshacemos de los abrigos que el anciano, gentil pero de carácter impetuoso, se encarga de colgar en un pequeño armario dispuesto para los objetos de los invitados, y perdemos la pelea sobre si Pelos debe estar en el jardín o con nosotros, pues siempre ha disfrutado de esta festividad en nuestro propio hogar adueñándose de las sobras y regalos. Llora cuando su correa pasa al mando del hombre, exigiendo el respeto que como miembro de nuestra familia merece, y al verse perdido, amenazando con destruir todo lo que se encuentre en su camino.

Mi padre juguetea con los adornos que nos rodean y después admira los muebles de madera perfectos, y yo respiro profundamente, repasando en mi mente todos los diálogos educados y sin pizca de Grisel que preparé desde la noche anterior. Esperamos bajo circunstancias poco favorecedoras, sobre todo por nuestros estados de ánimo, más de 15 minutos a que por lo menos un miembro de tan distinguida estirpe apareciera en el cuarto muy bien iluminado:

-¡Bienvenidos sean!

Me levanto del sillón como si me pinchara un aguijón y me dejo abrazar, sin poder reaccionar de inmediato, por una mujer rubia, tan alta que parece modelo de revista, elegante y refinada que no se permite dejar de sonreír, aun si vislumbra las patas de mi mascota impresas por la alfombra.

-Soy la madre de Griffin, la señora Smith- se presenta en cuanto me suelta, dirigiéndose a mi padre también-, mi hijo me habla mucho de ustedes, señor Amaro.

Me avergüenzo profundamente por mi atuendo tan poco apropiado para este contexto en concreto: un suéter que una vecina, años atrás, me tejió con esmero, a juego con un pantalón de mezclilla y mis botas vaqueras, llenas de lodo debido a la caminata que hicimos para llegar hasta allí, reacio mi progenitor para permitir que el español nos trajera en su auto.

¿Quién me habría dicho que la casa de mi novio era como aquellas que salen en las películas de millonarios? No es que se converse sobre eso a diario, mucho menos nosotros, que apenas comentamos qué tipo de clima nos desagrada, pero hubiera sido de gran ayuda para mis nervios, siempre tan acelerados, saber este pequeño detalle. Al menos hubiera podido usar algún vestido de esos que Helen me compra; hubiera adquirido un obsequio mejor para su madre, y no una simple canasta con galletas horneadas por la mañana entre mi mejor amiga y yo, que recibe con la misma sonrisa fría, entregándosela de inmediato a otros de sus empleados.

Lo que solo sabe un pueblo entrometidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora