Capítulo 5

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El español, sentado en la banca de metal que yace justo en la entrada de mi nuevo hogar, besa y abraza a mi mascota una vez pactado que él no estuviese presente mientras mi padre asimilaba el hecho de que el español había cumplido su mayor y más preciado sueño. Restriega su mejilla en el lomo mientras el animal peludo gime de placer, éste último sin dejar de darme lengüetazos cargados de hedor de croquetas para no hacer evidente que le está brindando cariño a otra persona además de a mí. Una traición, estarán de acuerdo. Una total y descarada infidelidad.

-¿Grisel? –No le presto mucha atención a Marco pues me embobo un segundo con la imagen del jardín que hace cinco días un grupo de buenas personas, guiados por el español de ojos verdes, se encargaron de convertir hasta el último rincón en un hermoso espacio, digno de envidiar por toda la colonia. Una mariposa blanca se posa, camuflándose, en los pétalos de una gardenia de su mismo color y sonrío a la imagen de mi abuela, guiñándome un ojo a sabiendas de que casi siempre tiene razón-. Grisel, ¿cómo murió vuestra madre?

Vaya, eso sí que no me lo esperaba. Podría levantarme de mi asiento y ponerme a alguna tarea que demande mi concentración para evitar ese tema de conversación, o como muchas otras veces, mandar a freír espárragos al individuo que se arriesga hacer tal cuestión, pero, cansada de tratar ese asunto como prohibido, me abro al diálogo con el que estoy forjando una bonita relación de amistad. No obstante, mi cuerpo necesita movimiento, así que una vez la mariposa blanca vuelve a emprender el vuelo para perderse ahora entre las verbenas rojas, rosas y moradas colocadas cerca de la puerta automática del garaje, me dirijo directamente a la manguera de agua, abriendo la llave con energía, para hidratar el césped del vergel. Marco me sigue de un lado a otro llevándose, de vez en cuando, una buena salpicada, a la espera de que su amiga sacie su curiosidad.

-Cáncer- contesto como si nada. Lo volteo a ver y le regalo una sonrisa que denote una disculpa por la respuesta llana que no satisface del todo su imaginación voraz.

-Muchos dicen que no fue eso lo que le quitó la vida- aprieta los labios, no muy seguro de admitir lo que, hasta ahora, él sabe-: dicen que fue ella misma.

Debí haber previsto que mis vecinos, bajo la coacción que compone la bella sonrisa del español y un poco de salseo, comentarían sobre eso con él pues la tragedia es recordada todavía. Sin embargo, considerando que a la gente de este lugar le gusta distorsionar los sucesos y volverlos aún más trágicos e imperdonables de lo que en realidad fueron, cabría esperar que mantuvieran esa idea tan absurda y cruel sobre la muerte de mi madre. Yo apenas era una niña que, como que no quiere la cosa, tenía los sentidos dormidos debido a mi estancia en el hospital, de seis semanas, en el que un grupo de médicos trataba mi cuerpo herido, cuando el pueblo, al verme consciente por fin de que mi mamá yacía en un cajón bajo tierra, se motivó a divagar sobre los últimos momentos que pudimos haber compartido las dos antes de que ella decidiera quitarse la vida acompañada de su única hija. Al inicio no me atreví a decir nada pues, ¿qué niño de diez años reconoce el término suicidio, más aun si su vida antes de todo era perfecta? Fue hasta que dos mujeres, trabajadoras de una casa- hogar cristiana, irrumpieron en nuestra vivienda para persuadir a mi padre, que me cocinaba la tercera torta de huevo pues las dos primeras se quemaron y fueron a parar al cesto de basura, para que considerara enviar a su hija con ellas para habitar con demás niños huérfanos el tiempo necesario para que tanto él como la pequeña curaran sus corazones lastimados, cuando débil físicamente pero fuerte de espíritu, les cerré la puerta en sus caras y volteé a mirar a mi padre con lágrimas de furia contenidas. Naturalmente, el condado no se rindió hasta que un día me vieron partir, acompañada por una trabajadora social, lejos de mi padre y de mi hogar; mas el gusto no les duró demasiado puesto que, horas después, me vieron arrojarme a los brazos del señor Henry nuevamente y para siempre. No tardaron en descubrir que me había escapado de mi captora, distraída momentáneamente comprándome en algún establecimiento pegado a la carretera un caramelo que prometía suprimir mi llanto; una estrategia que mi padre me enseñó antes de dejarme ir, tranquilo, de la mano de tan bondadosa e ingenua señora. No obstante, mi papá decidió, a partir de ese momento, que estaba hastiado de los cotillas e inició su faena de instruirme en toda arte que obligara a los demás a mantenerse alejados. Fue entonces cuando lo apodaron "El toro", a mi pueblo le encantan los apelativos, y a mí "la chica salvaje".

Lo que solo sabe un pueblo entrometidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora