Capítulo 10

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Una tarde soleada, mientras Marco y yo degustábamos pizza a la leña y nos manchábamos las comisuras de los labios con harina y cátsup, el chico creyó congruente revelarme uno de sus más grandes secretos: la ocasión que anhela, siempre, todos los días, es el amanecer. No es cosa de otro mundo, pero en mi mente no lo puedo imaginar despierto al alba, arrebujado en una manta y con su cabello despeinado, llevándose a la boca un trozo de pan frío, sin provocar un desequilibrio descomunal en mis sentidos y nervios. Por supuesto que me deja tonta por momentos, y si bien en mi guarida secreta (el garaje), rodeada de pinturas coloridas, Marco no figura en mi vida, he terminado de plasmar, hace apenas unos minutos, a un chico de ojos verdes disfrutando de un paisaje de colores anaranjados, azules, rosas y violetas.

Me acaricio los párpados de los ojos como gesto de cansancio y recuerdo que tenía las yemas de los dedos manchadas de pintura. Seguro ahora parezco un mapache, pero no me importa. Los portazos que da mi padre a las puertas de la entrada, como todos los días, me indican que ya es hora de descansar, o en este día en especial de cocinar la cena, y salgo del garaje seguida de Pelos, que también se pintó el pelaje de un bonito color marrón: lodo.

-Hola, papá. -Me acerco a él con entusiasmo renovado y le ayudo a deshacerse de su suéter de rayas azuladas, su favorito aun si parece un abuelo melindroso-, ¿qué tal te fue?

-Mejor me como mierda.

Comienzo a preparar la comida mientras escucho un arsenal de quejas acerca de los jóvenes que tienen por costumbre pedir cerveza en el restaurante y salir una hora después volviendo el estómago, pero de repente se para en seco y decide que esta noche me hará la vida imposible a mí:

-¿Sigues molesta con el español?

Desearía regresar el tiempo justo en el momento donde se me ocurrió llorar en los hombros de mi padre para decirle que estaba muy enojada con Marco (aunque la razón estaba escondida solamente en mi corazón) para no tener esta conversación ahora, pero es sabido que hablar de las cosas que te duelen ayudan a sanarlas, ¿no? Ahora entiendo el por qué mi padre me hace preguntarles a todos los comensales del restaurante, cada que ingresan al local, cosas como: ¿qué tal el dolor de su espalda?, ¿ya mejoró? ¿La verruga de su nariz ya desapareció? ¿Su exesposo ya se dio cuenta de la clase de mujer que perdió? Y entre chillidos y balbuceos, yo me debo de concentrar en rescatar algún nombre que forme parte del menú para regalarles consuelo al menos con el alimento.

-Aún no hemos hablado- murmuro con nostalgia-, y mañana partirá a España a celebrar su cumpleaños. -Quisiera llorar, porque a veces eso me gusta mucho, pero sacudo el cuerpo y con una sonrisa le acerco la cena a mi padre-. Da igual, yo tengo la razón al alejarlo de mi vida porque es un imbécil. Tú me lo advertiste, ¿no es así?

El hombre, indeciso para contestar, endulza su café y le da unos cuantos sorbos para comprobar que la bebida está preparada a su gusto.

-No seas tan dura, hija. A veces solemos ser muy impulsivos, ¿sabes?- se lleva a la boca un primer bocado de su cena-. A esa edad solo deseamos disfrutar sin pensar en las consecuencias. Una vez...

-Creo que no quiero escuchar más- interrumpo. Ya en una ocasión logró que mi mente produjera imágenes traumáticas en las que mi progenitor, joven, se besaba con una chica en la orilla del mar.

-Bueno- ríe quedamente, totalmente de acuerdo-, entonces podrías hacerle un regalo de cumpleaños, no obstante estén enojados y yo haya tenido la razón todo el tiempo.

-¿Cómo qué?

-Un boleto de viaje a Plutón.

-Pero ya no es un planeta.

-Por eso.

Me llevo un enorme bocado de sartenada de calabacín a la boca para hacerme callar un comentario desagradable. La cena con mi padre transcurre amena a partir de ese momento; ambos lavamos los trastos en silencio, interrumpido por comentarios amables respecto a nuestras vivencias del día o la música que trasmite la radio de la cocina. Me despido de mi papá y esta vez espero hasta que termina de darme la bendición para encerrarme en mi habitación, donde descubro las huellas de mi mascota impresas en la colcha de mi cama, lugar en el que también está acostado el español.

Lo que solo sabe un pueblo entrometidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora