Capítulo 32

3 0 0
                                    

El día de mi graduación experimenté, dentro de lo razonable, una sensación bastante extraña cuando al mirarme al espejo se reflejó mi cuerpo envuelto en una toga negra y mi rostro se vislumbraba a medias debido al birrete. Recuerdo haber pensado en que parecía más bien una enana en sus hábitos de monja, pero ¿qué se podía hacer? Uno no termina la carrera de la universidad todos los días.

Mi padre, a comparación de las celebraciones pasadas a las que hemos asistido juntos, me apuraba del otro lado de la puerta de mi habitación así como yo suelo hacerlo detrás de la suya. Él lleva puesto su smoking negro, aquel que llegó a lucir el día de su boda, en mi sacramento de bautismo y confirmación, cuando su esposa estaba siendo enterrada, y me observa con nostalgia en cuanto salgo. Sé que quiere decirme algo pero se lo guarda. Opta, conviene subrayar, por tomarme de la mano y guiarme así al auto de mi mejor amigo, que nos espera dentro de él también engalanado con un traje de etiqueta si bien es su sonrisa la que me recuerda que es el mismo zoquete de siempre, el hombre que tanto quiero.

El señor Henry logra contener su odio y se instala en el lado del copiloto amenazando de muerte a Marco si osa conducir a más de 40 kilómetros de velocidad. No presto atención al resto de la conversación, si es que se le puede nombrar de ese modo, pues la nostalgia de saberme ya una adulta me abruma más de lo que me hubiese gustado admitir. La noche anterior aún era una estudiante de Artes vestida con un pijama con arcoíris impresos tanto en la camiseta como en el pantalón; ahora, en cambio, me dirigía al instituto donde recibiría un simple papel que cambiaba toda perspectiva, ataviada con un vestido color vainilla, eso sí, sencillo y cómodo.

En una ocasión, una chica diez años mayor que yo llegó a este pueblo quieto dispuesta a pasar unas vacaciones. Jamás entenderé por qué tan solo verme figuré para ella una tabla de salvación, si bien no fue para mí ninguna molestia escucharla lamentarse de su vida. En realidad, me complacía fingir ser la madura mientras ambas, acostadas sobre mi cama o la suya, engullíamos palomitas de maíz o litros enteros de helado de fresa. Supongo que fue ese aire de autosufienciencia que me gusta ostentar aun en mis peores días el que le agradó, no lo sé. Lo importantes aquí es que dentro de sus mayores preocupaciones estaba el hecho de que ahora que ya había terminado sus estudios no sabía realmente cómo "comenzar" su vida (escribo esta palabra entre comillas porque sabrán tanto como yo que su vida inició mucho antes de que su madre la expulsara de su barriga). Había terminado de estudiar la carrera de medicina y, gracias a que sus padres eran los directores del hospital más grande de su condado, ya contaba con un puesto seguro dentro del lugar. No obstante, lamentaba el hecho de no haber podido disfrutar un poco más sus años como estudiante, creía que con el título que yacía colgado en la sala principal de su hogar se concluía la etapa de su juventud y comenzaba la tan esperada y a la vez odiada adultez. La chica se tuvo que marchar pronto, más aún porque yo estaba a punto de iniciar un nuevo curso en la escuela y mi padre ya no necesitaba otra mesera ahora que las vacaciones de verano habían finalizado, y unas semanas después de su partida me hizo llegar una carta, la primera y última que recibiría de su persona, en la que ya era capaz de reírse por su desliz, por ese pequeño paso atrás que se obligó a dar para a continuación correr hacia adelante y saltar al acantilado. Me decía que nada en su persona había cambiado, solo estaba tomando otra responsabilidad que no era la escuela sino su trabajo, y que el cambio aunque doloroso era mucho mejor en ese tiempo. Claramente me alegré, incapaz de pensar que algún día a mí me sucedería lo mismo.

Hasta ahora.

Al llegar al lugar, soy consciente por primera vez de que mi escuela, la que fue en otro tiempo una casa para un tipo partidario a la marihuana, estaba prácticamente a punto de derrumbarse. Sin embargo, una punzada de dolor embargó mi corazón al entender que ya no volvería a pisar su resquebrajado suelo ni caminaría a través de sus paredes angostas, repletas de casilleros destartalados. Los salones, entre ellos el que en su interior figuraba el mejor museo del mundo, serían ocupados por los demás estudiantes que aún no advierten que llegará el día en que extrañen ese espacio con olor a humedad y humo de cigarro. Marco estaciona su coche cerca de la entrada de la Universidad de Yale, quien tuvo la bondad de rentar su auditorio para nuestra graduación, y los tres nos aupamos para dirigirnos hacia el grupo de jóvenes que al igual que yo, voltean de vez en cuando hacia atrás para despedirse en secreto del instituto que nos formó como artistas.

Lo que solo sabe un pueblo entrometidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora