Capítulo 63

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Después de misa, los congregados nos dirigimos a la Academia donde a su alrededor se dispusieron un par de carpas adornadas con flores y foquillos, para celebrar la unión. Al ingresar, lo primero en lo que se han de posar los ojos de todos es el cuadro que mi esposa ha hecho para mí, recargado en un caballete que los hermanos de Helen ven como un blanco para sus travesuras, titulado "El amanecer de los Grismar" (el nombre ha sido mi invención, el cual es la puta ostia) en el que ya no es mi sombra quien disfruta del paisaje, sino dos manos enlazadas, una blanca y otra morena, las que lo presencian. Fue un obsequio versión número dos que la morena me entregó horas antes de la boda con una nota que prometía no volverlo a romper jamás. Sobra mencionar que me hizo flipar.

Las mascotas de los invitados andan de un lado a otro libres entre la naturaleza, olisqueando los traseros de aquellos que hurté de manos maltratadoras para brindarles la oportunidad de conocer mejores personas. Todos los convidados se esconden dentro de las carpas para cubrirse de un sol cuyos rayos caliginosos lastimaban nuestra piel, que no tardaba en desaparecer dejando a cargo a la bella luna, y los meseros iban y venían dispuestos a ofrecer copas con vino y platillos de tentempiés entretanto los cocineros terminaban de preparar la sustanciosa cena.

La niña Lindsay corría detrás de Greñas, levantando una que otra falda o pisando zapatos lustrados, y Helen reía a carcajadas a un lado de mi esposa. Bástian, por otro lado, no dejaba de beber, abrazándome por los hombros, murmurando que soy su más querido hermano.

-¿Qué voy hacer sin ti?- se lamenta. Se sorbe los mocos con fuerza.

-Deja de hacerle de puñetas, ¿quieres? Solo nos dejaremos de ver una semana.

-Es mucho tiempo.

El señor Henry nos asombra a todos cuando toma de la mano a su hija y la conduce a la pista de baile, donde una canción de vals que, momentos después me enteré, era la que solían bailar en la sala de su casa cuando la radio la emitía, ya fuera por la mañana durante el desayuno e incluso cuando los dos, taciturnos, se murmuraban palabras de guerra, suena a través de las bocinas que el equipo de sonido que trabaja en la Academia, por órdenes del señor se vieron obligados a reproducir. Echando a la borda, para variar, mi propia sorpresa para la que es y será hasta la muerte mi esposa.

Posterior a ello, se vienen juegos extraños que solo los mexicanos (el tema de la fiesta fue todo lo típico del país del que provenía la madre de Grisel) son capaces de inventar con su alegría. El que llamaron "el muertito" consistió en que los hombres allí presentes, mi padre muy feliz de participar, me levantaran en lo alto y me lanzaran varias veces mientras yo, entre risas nerviosas, pedía por Dios que me bajaran por mi muy masculino temor a las alturas. Otro fue más bien un baile en el que, generosos, nos ensartaban billetes en la ropa. El más popular fue "la víbora de la mar", donde Grisel y yo formamos un arco con nuestros brazos, ambos parados en sillas que se tambaleaban, y los invitados pasaban a toda velocidad por debajo de nosotros y recorrían el lugar de prisa. Ocasionalmente bajábamos los brazos para atraparlos y entregarle al perdedor un caballito de tequila para de inmediato seguir el juego hasta el final. Mi dulce venganza fue insistirle al señor Henry que se bebiera el líquido sin dejar ni una sola gota entretanto Grisel se apoyaba en mí para no caerse debido a la risa.

Sin embargo, el último juego que me hizo alucinar fue cuando mi esposa, sentada frente a mí con el rostro colorado, se alzó un poco el vestido y yo metí mi cara, recorriendo su pierna con mi nariz, poniéndole la piel de gallina, para deslizar con los dientes la liga colocada en su muslo y presumírselas a todos, no obstante, protegiéndola con mi vida para que nadie osara arrebatármela aun si así dictara la tradición. Valió la pena el hecho de conservarla aunque haya recibido, por el atrevimiento de hacer durar el juego un poco más para mi carnal beneficio, un golpe del padre de la novia que me dejó viendo estrellitas un rato.

Lo que solo sabe un pueblo entrometidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora