Por lo menos una vez a la semana, después de partir del trabajo montados en el auto y abandonándolo en el estacionamiento de la plazoleta del condado, acostumbramos el par de tortolos, Marco y yo, a salir a nuestro bar-restaurante favorito. Un espacio pequeño que por las tardes sirven deliciosos sándwiches, empanadas, pastas y ensaladas. Su especialidad es el laing, un platillo originario de Filipinas que incluye hojas de taro secas y en tiras, y carne hervida en leche espesa de coco, especiándose con gengibre, citronela y chalotas. También hay postres como helados y pastelillos, y bebidas entre las que se encuentran cervezas, vinos, jugos, refrescos y chocolate caliente.
Bástian y Helen se han adelantado, como siempre, encerrados en una burbuja de felicidad en la que no paran de reír nunca, y el español y yo los seguimos unos cuantos metros más abajo, andando despacio.
-¿Cuándo me dejarás conocer tu apartamento?- inquiero, cambiando de tema abruptamente.
-¿Es vuestro mayor sueño?
-Uno de ellos- sonrío.
Mientras procuramos, a modo de juego, no pisar las rayas del pavimento, nos deleitamos con el olor de la comida que expiden los restaurantes que invaden la acera por la que andamos, suspirando de placer. Visualizo nuestros cuerpos a través de las vitrinas y jugueteo con mi bufanda amarilla. A lo lejos yace el establecimiento de mi padre, tan lleno que los comensales han de hacer fila afuera, esperando su turno para obtener mesa, y Marco realiza su ritual para no ser visto caminando hacia atrás aunque el señor Henry sepa de antemano de este hábito nuestro, aceptándolo solo porque su hija llega a casa con el estado de ánimo idóneo para cocinarle su cena preferida.
-¿Y si nos piramos a él hoy?- pregunta al fin. Da una vuelta de baile cuando le he dicho que no corre ningún peligro de ser visto, y me insta a seguirlo tomándolo de la mano que me tiende con galantería, estorbándoles el paso a un par de señores de aspecto rudo que con una sola mirada nos apaciguan-. Lo lamentamos- se disculpa el chico, tragando con dificultad aun si su estatura le ayuda a no parecer un blandengue delante de ellos-, no fue nuestra intención molestarlos.
-Tengan cuidado, muchacho- nos advierten los hombretones. Vuelven a andar, dándonos la espalda entretanto el español les regala una sonrisa de compromiso, despidiéndose de ellos moviendo los dedos de su mano derecha a modo de provocación.
-¿Entonces, morena?- vuelve su atención a mí, satisfecho-. ¿Cumplo vuestro sueño este mismo día?
-Tengo una cita con Griffin- me disculpo-. Hoy no pudo tomar la comida conmigo, así que iremos a cenar.
-Estupidiffin- se burla. No estará complacido hasta que alguien le siga el juego con ese nuevo apodo que le ha inventado a mi novio, todo a causa de su amoldable nombre, y entretanto lo reprendo por ser tan grosero él reanuda la ejecución de otros pasos de baile, ahora, sin embargo, con el cuidado suficiente para no chocar con las personas, tan solo para ignorarme-. No es por ser un gilipollas- se disculpa, para nada sincero, deteniéndose con brusquedad pues se ha agobiado por tanta voltereta-, pero me molesta que os diga que cada movimiento, palabra o pensamiento que salga de vos es de mala educación. –Me pide que le lance aire con su tarjeta de crédito pese a que el objeto sea completamente inútil y al final opte por soplarle directamente a la cara para calmar las náuseas que lo abruman. Él, aun en su estado, continúa con su monserga-: ¿Qué se cree el chulito ese?, ¿un libro de modales? Inventarle sobrenombres es la única manera de vengarte.
El par de tortolos, desde la distancia, nos llaman la atención alzando las manos, exigiendo que nos apresuremos para conseguir asiento en la pequeña terraza del bar, en la mesa que le da la espalda al restaurante de mi papá. Naturalmente, es Marco quien determina seguir caminando con parsimonia, incapaz de ejercer más rapidez en sus pasos siempre tan desgarbados, todavía afectado por el mareo.
-A veces- susurro, tomándolo del brazo para que se apoye en él por si acaso-, mientras Griffin me sermonea, imagino que escurro alguna sustancia viscosa en su cabello- admito. Decirlo en voz alta produce en mis mejillas el acostumbrado incendio de la vergüenza, aunque a mi mente se le antoja como un respiro al confesarlo-, como mermelada de fresa o salsa de tomate.
Mi mejor amigo suelta una carcajada:
-Me encantas.
... ... ...
A pesar de la tranquilidad que nos embarga cuando los cuatro degustamos panecillos y malteadas, no somos capaces de ignorar la noticia que todos los pueblerinos segregan: que el señorito Griffin, un joven de futuro prometedor, mantiene amistad con una chica proveniente de Canadá que acaba de establecerse con su familia en este lugar y comparte las clases con él en la Universidad de Yale.
No es cosa de otro mundo, se los puedo asegurar. Sobre todo porque él mismo me compartió la novedad, animado por conocer a una persona originaria de un país tan desarrollado, siendo además estudiante de Derecho. Yo no sufro de celos, pero la gente, siempre tan entrometida, no para de hacer conjeturas erróneas poniéndome a mí como víctima de infidelidad, hecho que se reitera cuando el chico me miente para no reunirse conmigo en sus tiempos libres. Me lo ha hecho unas cuantas veces, y solo porque a los dos jóvenes se les hace tarde, absortos en sus estudios dentro de la biblioteca principal del condado, que no es más que un embuste una vez se descubre que ambos disfrutan, escondidos dentro del vocho de la señora Smith, galletas de cilantro con chocolate. O como cuando en una ocasión la chica sufrió un desmayo por la falta de alimento y requirió de los cuidados necesarios por parte de la madre de Griffin, alojándola en su hogar para que se restableciera su salud al cien por ciento, aunque después se infiltraran imágenes de las familias de los chicos y ellos mismos caminando por la playa, sonriendo abiertamente.
No puedo quejarme en lo absoluto por ello puesto que yo he hecho lo mismo con mi novio; es decir, cancelarle las citas más aún si se trata de alargar mi jornada laboral dentro de la Academia, donde Marco está junto a mí todo el tiempo.
Bástian, más sensiblero que mi mejor amiga, quien alega que Griffin no es una buena pareja para mí, no para de tomarme de la mano o regalarme miradas cargadas de tristeza cada que las personas que nos rodean, algunos compañeros de clase y vecinos para variar, susurran idioteces acerca de mi extraña relación con el chico Smith, tan guapo y de familia adinerada. Sobre todo porque en ese mismo instante me ha de llegar un mensaje de texto del aludido, donde se lee esto:
Lo siento, tampoco podré ir a cenar contigo
Besos
Marco, explosivo hasta la médula, decide dar término a tanto cotilleo con un ultimátum:
-Que les den morcilla con que sigan hablando sobre ello. -Una vez captada la atención de los comensales de las mesas contiguas, continúa con su sermón-: aquí los idiotas son vosotros. Griffin no sería tan zoquete como para cambiar a la morena por una tía rubia a la que le falta tostarse la piel con los rayos del sol. ¿Están de acuerdo o no?
-¡Marco!- lo increpo. Intento con todas mis fuerzas que vuelva a tomar asiento y cierre la boca por completo-. Está bromeando- lo disculpo con una sonrisa que trasluce, aun si no lo quiero, unas cuantas lágrimas trabadas en los ojos, coloreando mi rostro de un rojo intenso-. ¿Nos vamos, por favor?
-No,Grisel- el novio de mi amiga golpea la mesa-. Que él tiene razón y lo adviertes.–Vuelve su mirada hacia los demás-: se los demostraremos ahora mismo.
ESTÁS LEYENDO
Lo que solo sabe un pueblo entrometido
Teen FictionCuando se vive en un pueblo donde los integrantes tienen la manía de espiarse, el romance puede resultar muy engorroso. Es por ello que nuestros protagonistas deberán cuidarse de cámaras y miradas indiscretas para que su historia de amor no se vea d...