He mantenido muchas conversaciones con mi padre en lo que respecta a Marco. Algunas veces, más aun cuando a él le va muy bien en el trabajo, el diálogo es tranquilo y amable; en otras son solo afirmaciones en las que, con un tono de voz más alto, asegura que ese chico me va a hacer mucho daño. Se pueden dar durante la toma de alimentos, en los tiempos de descanso de los partidos de futbol americano, mientras se hacen los deberes del hogar o se riegan las plantas. El español escucha solo las que ocurren en las cenas, tendido en mi cama a la espera de que yo me encierre en mi habitación para disfrutar, por largo rato, de la música de nuestros aparatos o charlar tonterías.
En esta ocasión, gracias al Todopoderoso, la conversación con mi padre ha sido más difícil de sobrellevar y el español no se encuentra en mi habitación. Pelos espera su llegada recargado en el marco de la ventana, meneando ligeramente la cola entretanto le acaricio el lomo peludo, recién lavado, con mis audífonos puestos y un libro en mi regazo. No puedo poner atención a ninguno de los dos que fungen como distracción, una manía que heredé de mi padre cuando la furia corre por nuestras venas. Les puedo asegurar que en su mente aun repasa nuestra reciente pelea, aunque sus ojos sean dueños de un partido de futbol que no promete más que decepción.
¿Por qué se empeña tanto en declarar que el español está en mi vida para destrozarla?, ¿es que me cree muy débil? ¿Sabe algo sobre el chico que no se atreve a confesarme por temor a dañarme? Sería, les puedo asegurar, mucho mejor que fuera él, mi propio padre, quien me lo dijera a escucharlo de viva voz de quien pudiera infligirme un tormento emocional mayor.
Un golpecito en el hombro me regresa a la realidad de mi habitación desordenada y mi mascota golpeándome el rostro con su cola, debido a la emoción de ver a su mejor amigo y sentir sus caricias jocosas. El español se sienta a mi lado cuando las cursilerías entre humano y perro han terminado, y se coloca un audífono, que descansaba en mi propia oreja, sobre la suya. Comienza a tararear y a mover el pie al ritmo de la música del grupo de Mago de oz, reconociendo de inmediato el nombre de la canción.
-Necesitamos hablar- aclaro, desconectando los audífonos del aparato reproductor de música en cuanto Molinos de viento llega a su término.
-¡Oye!- se queja con voz chillona-. ¿Qué te sucede?
Me arrodillo enfrente de él y lo tomo por los hombros con fuerza. Acerco mi rostro al suyo para lograr mayor concentración, pero el chico, al principio sorprendido, se persuade en creer que puede pegar su mejilla a la mía como si de un mimo se tratase.
-Mi papá anda raro- declaro como si fuera lo peor del mundo, porque lo es. Lo empujo con todas mis fuerzas y amenazo, tan solo con una mirada, en pegarle si no deja de besarme los mofletes.
-Qué raro- bufa. Vuelve a conectar los audífonos al aparato, buscando otra canción que lo seduzca a tararear y tocar la batería, en la que sus rodillas y mis mejillas figuran la caja y los platillos.
-Marco...- me frustro por ser totalmente ignorada-. Es que te odia y no entiendo por qué.
-Lo sé- habla en voz alta a causa de que cree que no lo escucho. Así pues, le arrebato el IPod y lo arrojo a la cama, donde rebota un par de veces y termina estrellándose contra el suelo después.
-¿Le has hecho algo?- continuo con mi interrogatorio. No lo miro a los ojos por temor de saberlo cautivador, sonriéndome con altanería al creerme (y tiene razón), muy desdichada al perder, una vez más aunque por razones distintas, mi único aparato de música. El arma que utilizo para ignorar al mundo mientras las voces de mis intérpretes favoritos me llenan todos los sentidos.
-Grave, que recuerde, no.
Mi mente maquina muchas razones para odiar a Marco, pero termina por no encontrar ni una sola. De acuerdo, comenzaré por admitir que él es muy arrogante y que puede ser muy inaguantable cuando se lo propone. Es, además, demasiado franco que a veces termina por hacerme enojar pues, ¿a quién le gusta la verdad?; también le encanta hacer bromas que sacan de quicio y desafiar la autoridad, pero nada de eso es, ni por asomo, imperdonable. Al menos a mí así me lo parece.
-¿Queréis que haga algo para cambiarlo, morena?- pregunta al fin. Ha desistido con la tarea de masajearme los hombros ya que me provoca cosquillas que más que ponerme de buen humor, me lo quitan.
-¿Cómo qué?
-Podríamos fingir un secuestro- se le ilumina el rostro, sus ojos verdes transmiten la diablura de su alma-. Te salvo dos días después y papá Amaro me ama hasta la eternidad- sonríe con satisfacción, creyéndose mejor que cualquier genio. Incluso que Einstein.
Ignoro esa estúpida resolución y hago una cuestión aún más preocupante:
-¿Y si un día mi padre entra a la habitación y nos descubre juntos?
Era algo que ya me había planteado hace mucho tiempo, casi la misma noche en la que él ingresó por primera vez por mi ventana. Me aterraba, para ser sincera, lo que pudiera ocurrirnos a ambos en cuanto las garras de mi padre nos atraparan.
-Salgo corriendo y soy más cuidadoso después- concluye aun convencido de que es el ser más inteligente del planeta.
-Ni siquiera creo que le agrade a Griffin saber que te veo todas las noches en mi habitación- replico.
Eso también me lo había planteado y no podía evitar sentirme incómoda. Era una traición.
-En eso tenéis razón- concuerda después de meditarlo. Siento que esta vez su mente sintoniza con la mía, pero no mantengo esperanza alguna-. Déjame disfrutarte esta noche y prometo ya no volver, ¿vale? Me tendré que conformar con verte en la Academia.
Suspiro con alivio. Ya había pensado en ello, y si bien a veces me ganaba mi lado más egoísta, aquel que disfrutaba sobremanera la compañía del español dentro de un solo cuarto, a solas, sabía que esa era, en realidad, la única solución coherente a nuestra relación extravagante.
Tranquila ya por el desenlace a una culpa por mucho tiempo guardada en mi corazón, me levanto y me dirijo al escritorio. Tomo con sumo cuidado el lienzo que muchas noches prometí que sería solo del español, y le pido al dueño de la pintura que cierre los ojos antes de volverme hacia él de nuevo, alegando que le tengo una sorpresa. Marco sonríe abiertamente, como un niño pequeño en espera de abrir sus regalos el día de su cumpleaños, y yo inhalo y exhalo un par de veces para alejar el nerviosismo que me embarga al pensar que quizá lo que estaba a punto de hacer no era una buena idea.
-Ya. Ábrelos.
El chico atiende la orden posando sus bellos ojos sobre el lienzo de inmediato:
-También me quieres- deduce, como si no lo pudiese creer, adueñándose del obsequio sin dejar de observarlo. Saca a la luz el secreto que de todas maneras estaba entreverado en mis acciones cotidianas.
No sé cuánto tiempo ha pasado desde ese momento, sobre todo porque el español decidió jalarme a su regazo y recargar su cabeza sobre la mía, pecho con espalda, fusionando las respiraciones sosegadas. Marco no para de acariciar, con delicadeza y utilizando solo las yemas de sus dedos, la firma de aquella que, irónicamente, pintó en una noche a un hombre disfrutando del amanecer.
-Ya debes irte- lo apremio en cuanto siento el peligro de quedarme dormida. Me levanto con rapidez y ayudo al chico a hacer lo mismo, que se ve incapaz de soltar, ni por un segundo, su regalo. Salta la ventana con el cuidado suficiente de no dañar la pintura, y se aleja con ella abrazada a su pecho. Se detiene a la mitad del jardín y voltea a verme, inescrutable:
-Vos tenéis el poder de decidir si queréis que vuelva a vuestra habitación o no, ¿vale? Mientras tanto, me despido de vuestra cama, alfombra, lápices, baño y todo lo que integra ese pequeño espacio Griselesco.
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Lo que solo sabe un pueblo entrometido
Ficção AdolescenteCuando se vive en un pueblo donde los integrantes tienen la manía de espiarse, el romance puede resultar muy engorroso. Es por ello que nuestros protagonistas deberán cuidarse de cámaras y miradas indiscretas para que su historia de amor no se vea d...