Capítulo 35

2 0 0
                                    

Mi cordura se merma cuando el español deja lucir sus hoyuelos. Normalmente me niego a participar en sus aventuras estúpidas cuando mi papá se va a pescar con Pelos; invento miles de excusas, y cuando me veo perdida, entonces solo basta que lo corra a patadas. Hoy no es el caso, por supuesto. Siempre hay una primera vez, como solía decir mi abuela. Nos dirigimos hacia la pequeña pero pintoresca playa del condado, montados en su angélico auto mientras gritamos todas las canciones que osan transmitir en la radio.

El que Marco vista unos calzoncillos holgados para el uso en el agua y unas sandalias que enseñan orgullosas sus horribles dedos, no significa que mis ojos puedan sentirse libres de admirar su perfecto pecho. Mucho menos que un tatuaje en su omoplato derecho me conceda el tener pensamientos oscuros y groseros.

-Es un no y punto- murmura con autoridad.

Muevo la cabeza de un lado a otro para salir de mi caprichoso ensimismamiento:

-¿Qué dices?

-No te tatuarás.

Vaya pieza de imbécil que está hecho.

-¿Y quién eres tú para prohibírmelo?

-Nadie- concuerda-. Pero no me gustaría imaginarte con un dibujo permanente en alguna parte de vuestro cuerpo moreno.

-Pues no lo hagas, cerdo. Además- necesito abrir la ventanilla de golpe para tomar aire pues de repente sentí un calor de infierno-, ¿qué te hace pensar que quiero hacerlo?

-Siendo sinceros, morena- me sonríe de medio lado-, no creo que la mirada de perversión que usaste para gozar de mi tatuaje haya sido más bien por fantasear con obscenidades.

Hago nota mental, una manera bastante efectiva para ignorar mis mejillas encendidas, de todo lo que debe tener mi mochila: un cambio de ropa cómodo, sandalias de repuesto, bloqueador solar y bálsamo labial con olor a fresa. Sonrío con aceptación pues ya estoy completa, hasta que el español, en un semáforo que tarda años en cambiar a verde, remueve el interior de la bolsa con sus manos destructoras, haciendo de los dobleces perfectos de mi ropa una bola de tela arrugada:

-¿Y el traje de baño?- espeta. El sonido del claxon de los automóviles que hacen fila detrás de nosotros lo ponen de mal humor-. ¡Coño de la madre, ya voy!- grita a través de su ventana.

-Pues es éste- me señalo completa. No estoy segura de que exista una regla de etiqueta para andar de buena gana por la playa, donde se prohíba vestir un short y una camiseta que cubra por lo menos tus caderas anchas.

-Muy adecuado, morena- murmura zampándose una tira de tocino frito, que ha sacado de la guantera, mientras pone en marcha, de nuevo, el automóvil-. Gracias a Dios que sois toda resistencia y prudencia, sino ya estarías perdida dentro de mis garras.

... ... ...

El bote que mi mejor amigo rentó para pasar el día cuenta con suficiente espacio para los dos. La timonera interior ofrece un cálido resguardo para no ser atezados por los rayos del sol, y las barandillas son convenientemente altas para que mis nervios no se alteren cada que me acerco a admirar el precioso azul del agua. No sé mucho sobre navíos, en realidad, pero podría jurar que encenderlo es muy sencillo, aunque Marco se niegue a hacer sonar el motor y arrancar sin haber inspeccionado antes la seguridad de las tablas que conforman el bote perteneciente a un anciano que presume haber vivenciado guerras.

Me acomodo en un espacio pequeño de la cubierta mientras el español hace sus ridiculeces (brincar, saltar y tocar las tarimas mojadas), y estiro mis piernas. Extraigo de mi mochila unas gafas de sol y también una novela romántica que no compartiría con Marco por miedo a que compruebe que en efecto contiene erotismo.

Lo que solo sabe un pueblo entrometidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora