He abierto los ojos en cuanto el sol se asomó entre las montañas más alejadas del condado, pintando todo de anaranjado, para abrir los regalos que yacen bajo nuestro pino navideño; incluso hago que mi padre logre mantener los ojos abiertos, recostado en el sillón, mientras sostiene una taza de chocolate caliente y un plato con bollos de pan dulce que he preparado desde muy temprano para el desayuno; bostezando durante la totalidad del evento.
El hombre quedó completamente satisfecho al abrir el presente que con anticipación, lloriqueos, coacciones y dinero logré adquirir de contrabando, de manos de un hombretón que labora en el estadio del condado: boletos válidos para todo el año para presenciar los partidos de futbol en los que el equipo favorito de mi padre hará su aparición. Yo quedé aún más contenta al descubrir que mi obsequio no tenía nada que ver con los anteriores, relacionados, como que no quiere la cosa, a futbol americano: un kit de arte. No tardo en abrir la hermosa caja en la que se mantienen quietos los pinceles, unos más delgados que otros, hechos con diferentes materiales idóneos para mis lienzos, y también una gama completa de pinturas de colores. Lápices de dureza blanda, lápices- pinceles para acuarela, cinta de carrocero, telas coloridas que sirven como trapo para secar los materiales, y un tarro de vidrio para mojarlos. El paquete incluía, además, un caballete del mismo material que la caja, todo de madera pulida y embalsamada.
Opto por ir a hacerle un sitio a mi regalo dentro del garaje, donde suelto unas cuantas lágrimas de alegría, y cuando salgo admiro la tranquilidad en el que está inmerso mi vecindario, cubierto por completo de nieve. Pelos, a mi lado, también disfruta de la vista, y como si me lo pidiera con los movimientos enérgicos de su cola, me decido a salir a pasear con él.
Caminamos calle abajo y de vez en cuando mi perro se detiene a juguetear con los montones de nieve, marcando las huellas de sus patas. Las chimeneas expiden el humo derivado de los hogares encendidos de mis vecinos, y en las cocinas se vislumbran, a través de las ventanas, a las madres calentando la cena de la noche anterior para alimentar a sus familias con sus delicias, algunas de olores dulces como la vainilla, otras saladas como el tocino frito. Al doblar la esquina, donde el parque solitario me traía recuerdos agradables, mi mirada se detiene en la casa de Lindsay, una niña de cabello rojizo y pecas en toda la cara, tan delgada que podría deshacerse al primer tirón, que intentaba hacer un muñeco de nieve ataviada, al igual que yo, con su ropa para dormir rosada si bien un gran abrigo nos protege del crudo frío.
Me acerco al jardín de la niña con Pelos gimiendo por el encuentro, jaloneándome a su antojo y haciéndome daño con la correa, que sostengo envuelta en toda mi mano. Lindsay le sonríe, reconociéndolo sobre todo por sus travesuras, y corre hacia él para abrazarlo.
-¡Hola, peludo!- lo saluda. Luego me observa a mí, aunque tenga que alzar el rostro para conseguir verme la cara-: ¿quieres ayudarme a hacer un muñeco de nieve?
Me siento a un lado de la niña, sobre una lona que impide que nos empapemos de agua helada, como toda respuesta. Comenzamos con la labor de formar la primera bola del muñeco en completo silencio, roto de repente cuando Lindsay decide desenmascarar el misterio que comprende el por qué su maestra de Español, una viejecita que en sus tiempos también me enseñó a mí a leer y escribir, le argumenta que su vecina de nombre Grisel no es una buena compañía, más aun si ésta le ha de enseñar artes plásticas en la Academia que lideran los españoles. Al parecer, deduzco, no ha logrado perdonarme desde que en mi último curso de primaria le pedí que no volviera a llorar por mi madre si yo estaba cerca.
-Entonces, ¿por esa razón tú no vas a mis cursos?- inquiero.
-Mi padre dice que Miss Rowling tiene razón al decir que eres un poco abstraída- arruga la nariz, estoy segura, por no entender en absoluto lo que significa ese término-, y bravía, y que eso no es una buena combinación cuando de cuidar niños se trata.
Volteo la cara hacia el cielo nuboso y tomo aire profundamente.
-Genial.
-Mi mamá, en cambio, repone que eres linda.
Sonrío un poco, pensando que su madre me cae mejor que su esposo. Ya estamos formando la segunda bola y el frío, que nos lastima la punta de la nariz y las mejillas, inicia por calarnos las manos enguantadas.
-Yo creo más bien que eres rara- suelta la niña de repente, sacando la lengua a modo de enajenación al cortar las varas de madera que formarán los brazos del muñeco-, y los raros siempre son mis amigos.
-Entonces no tienes muchos- concluyo en broma.
-Solo uno, en realidad.
Se estira para tomar una marioneta de trapo sucia y desgastada, impregnada de lodo, a la que le arregla el cabello de estambre. Canturrea una melodía una vez satisfecha por corroborar que en efecto soy rara, digna de su élite, siguiéndole el ritmo de la canción de AC/DC, de nombre Highway to hell, poco apropiada para una niña, cabe decir.
-¿Y quién es esa amiga?, ¿la conozco? ¿Ella sí va a mis clases en la Academia?
Alza los hombros con despreocupación, permitiendo que sea yo quien termine de formar su espantajo de nieve:
-Claro que la conoces, tonta. Eres tú.
Por Dios, qué extraña. Lindsay provoca que recuerde mi niñez, ¿es eso posible? Yo tampoco tenía amigos a su edad pues ya mantenía guardada, en una parte muy pequeña de mi corazón, la tristeza de haber perdido a mi madre, y aunque yo no le arreglaba el cabello a mis juguetes, me encerraba dentro del garaje para comenzar en forma con mis pinturas en ese momento inexpertas. No fue hasta que tuve que regresar a la escuela para cursar la secundaria cuando en mi minúsculo mundo tenía que incluir a unos cuantos chicos inmaduros que pensaban que embarrar mantequilla de maní en mi cabello era divertido, y Helen, una jovencita de piernas largas y nariz rezongona, debía defenderme y limpiar el estropicio en el que se convertía mi pelo, comenzando así una amistad un poco extraña sobre todo porque ambas siempre mantuvimos conversaciones en extremo diferentes.
-Cómo no lo había pensado- río.
-Mi mamá se pondrá muy feliz cuando se entere que vendrás a pasar una noche conmigo, comiendo palomitas de maíz y esmaltándonos las uñas.
-Oh... -La pequeña me observa con esperanza y caigo en la cuenta de que los ojos verdes son mi debilidad-. Por supuesto.
Después de mi afirmación un poco forzada y de haber terminado de vestir al muñeco de nieve con la chaqueta del padre de Lindsay y completándole el rostro con un par de botones como ojos y una zanahoria para la nariz, la niña se encarga de ordenarme con su vocecilla estruendosa que yo debo llevar el viernes que viene, para nuestra noche de chicas, dos paquetes de galletas y maquillaje de fantasía.
Tomo la correa de mi perro, que también está invitado y él sí que está muy emocionado, y me regreso a casa, pensando hasta muy tarde que no me gustan los niños. Mejor dicho, los aborrezco. Son ruidosos e ingenuos y comen muchos dulces que figuran su perdición al menos por un par de horas, volviéndose locos. También disfrutan del lodo y de los juguetes destartalados.
Nome complace su compañía, pero con Lindsay haré un esfuerzo. Es una promesa.
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Lo que solo sabe un pueblo entrometido
Novela JuvenilCuando se vive en un pueblo donde los integrantes tienen la manía de espiarse, el romance puede resultar muy engorroso. Es por ello que nuestros protagonistas deberán cuidarse de cámaras y miradas indiscretas para que su historia de amor no se vea d...