Capítulo 33

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Me he decidido por fin confesar toda la verdad. Es excelente para sentirse libre, ¿no les parece? Espero que mi padre termine de vestirse dentro de su habitación, absorta en las palabras correctas que debo utilizar para no alarmarlo estrepitosamente. Me he vestido de manera formal y mi cabello está aprisionado en un moño alto que ya me produce jaqueca. Mi mejor amigo no para de llamar por teléfono para confirmar la hora de nuestro encuentro, así que debo apagar el aparato y preguntarme seriamente si estoy haciendo lo correcto.

-¿Qué haces despierta tan temprano?- me pregunta mi progenitor en tanto termina de abrocharse los botones de su camisa a cuadros de colores marrón y anaranjado. Me mira de arriba abajo-, por Dios, Grisel, ¿qué demonios hiciste?

-¿Por qué crees que hice algo?

-Tu ropa. Es como para ir a un entierro.

Me hace a un lado de un empujón poco amigable y se dirige hacia la cocina.

-Papá- susurro nerviosa. Le piso los talones mientras se sirve leche y se come un panecillo caliente-. Tengo que confesarte algo.

-No me digas que sí mataste a alguien...

Me escruta con la mirada y ha dejado en suspense la hora de tomar alimentos.

Tú sí puedes, Grisel. Sé valiente.

-Asisto a misa con Marco desde hace un par de meses.

El silencio que produje con mi confesión está a punto de volverse espeso, pero mi papá no lo permite pues vuelve a su tarea de zamparse el desayuno en tan solo un minuto.

-Ya lo sabía- admite con simpleza. Limpia las migajas y lava su vaso con agilidad-. No creas que me hace muy feliz el que hayas accedido acompañarlo a él y no a mí, pero ya te lo perdoné.

-¿Y por qué nunca me dijiste nada?

-¿Para qué? Me vale madre con quién vayas. Mis súplicas eran tan solo para que asistieras y punto.

-¿En serio?- sigo estupefacta. Estoy planteándome seriamente el hacerme sufrir antes de confesar algo, casi siempre me sale bien con ese método.

El hombre me sonríe (algo extremadamente raro), y me regala un beso en la mejilla:

-¿Ya estás lista?

... ... ...

No sé por qué me he vuelto tan sensiblera. Me limpio las lágrimas con el pañuelo que me ofrece mi padre, y aún entre sollozos rezo el padre nuestro a coro con todos los feligreses y el siempre serio sacerdote.

Le tomo la mano al español, parado a mi derecha con el gesto de todo un hombre maduro, y también me sostengo con la mano de mi papá, inmóvil a mi izquierda, cual gárgola de rostro imperturbable.

Lo que solo sabe un pueblo entrometidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora