Capítulo 38

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El padre de Marco tiene una hacienda cerca de New Haven donde iríamos a pasar el fin de semana. Ese lugar siempre fue la razón por la que de pequeño el español visitara junto a sus padres nuestro condado. La razón por la que yo me lo encontrara de vez en cuando y pudiera vivir de sus travesuras y él de las mías. El chico insistió en que no pisaba ese lugar desde aquella tierna edad, y su padre, en cambio, lo hace cada que regresa de España, un motivo que me hace pensar en prisiones, cadenas y condenas, y no en una apacible zona de descanso.

Aun así, la emoción me embarga completa. Es la primera vez que abandono mi muy acogedor pueblo; es lo más lejos que he viajado y aunque al principio me llené de miedo y mi mejor amigo necesitó de toda su paciencia y motivación para convencerme, además de la promesa de enseñarme a conducir, acepté gustosa gastar mi tiempo de fin de semana en aquel lugar.

Otro móvil que me motiva en este viaje es la impetuosa compañía de Helen y Bástian, además de nuestros recién agregados amigos Griffin y Bianca. El hombre bastante dócil ahora que sabe que de todos él es el último de la lista de los más agradables, y la mujer en demasía tímida que no supone un gran cambio en nuestros hábitos de diversión, tampoco en los más desanimados.

Después de dos horas en auto, los españoles, Helen y yo en el de Marco, y Griffin y Bianca en otro, ya no un vocho sino un lujoso deportivo de color azul metálico que mi mejor amigo no ha dejado de envidiar, llegamos al lugar. Admiro la hacienda boquiabierta, anhelando, dicho sea de paso, habitar en un lugar como ese toda mi vida: el portón de hierro forjado tiene impresas con orgullo las iniciales GS, suponiendo que son los apellidos del español, y al abrirlo, haciendo sonar sus goznes chirriantes, deja al descubierto un área extensa de césped que hace crecer de manera homogénea flores silvestres de colores blancos y amarillos. En el centro está la finca, de época colonial, con sus paredes de piedra en las que lucen ventanas trilobuladas que dejan al descubierto retazos asombrosos de su interior; el techo conformado por tejas de barro. Aquí y allá pintan el ambiente arbustos de flor bien tratados, como el durillo o la adelfa; además de pinos, árboles con fruta como el durazno y la manzana, y hasta una fuente de agua hecha tan solo con piedras y madera ya cubierta de musgo. Tiene más de una entrada, todas adornadas por hamacas de colores o de simple hilo blanco, bancas de madera y distintos asadores de carbón. Su puerta principal es la más visible y a la que conduce un bello camino de lámparas blancas que iluminan plantas y flores de diversos colores.

A un lado de esa belleza arquitectónica, que deseo ya pintar como paisaje en unos de mis lienzos, hay una pequeña cabañita de madera, donde supongo vive la familia encargada de cuidar a los toros y vacas que podan el césped y llenan de mierda los corrales ubicados justamente detrás de la finca. Marco ya me había contado de tales personas, que conoce solo porque su padre habla de ellos: el ganadero, un tipo de mirada afable y cabello rojizo; su señora, una mujer regordeta de piel blanca que nunca deja de sonreír, con su cabello amarillento y encrespado por las horas de trabajo bajo el sol; y un par de adolescentes traviesos, una con el cabello del padre y el otro con el de la madre, ambos con pecas en las mejillas rechonchas.

Unos cuantos árboles llaman mi atención mientras estiro mis piernas cansadas por el camino: de todos cuelgan de una de sus ramas una soga gruesa y gastada por el tiempo que sostiene a su vez un neumático. Son columpios.

-A mi madre le molaba bambolearse en ellos.

Volteo a ver a mi amigo y le sonrío de inmediato:

-Pues tu mamá era genial.

También sonríe, y cuando en el ambiente se huele el cariño y la paz, llega Griffin, con Bianca a sus espaldas, y lo descompone todo, tan colorado de las mejillas por el esfuerzo que comprende el cargar tres maletas rebosantes de su ropa costosa bajo los brazos:

Lo que solo sabe un pueblo entrometidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora