Capítulo 65

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El camino de Connecticut a Nueva York se hizo en animosidad por lo venidero. Grisel parloteaba sobre historias de su niñez y yo la escuchaba enternecido, abonando a la conversación una que otra anécdota sobre mi propia infancia lejos de ella. Hicimos dos paradas urgentes a las estaciones de servicio que se nos presentaban durante el recorrido hasta llegar al aeropuerto, en el cual aprovechamos el tiempo para desayunar una ensalada y jugo de arándano, además de panecillos recién horneados acompañados de tazas de café, ambos descafeinados para poder dormir en el vuelo.

El ascenso fue, para mi esposa, una vivencia parecida a la que yo experimentaba cuando iniciaba la película "It". Sus manos se aferran a los bordes del asiento, volviendo sus nudillos blancos por la fuerza, y sus labios se mueven al ritmo de una oración para Dios. Me hace recordar la primera vez que me subí a un avión acompañado de mis padres, quienes para tranquilizarme me instaron a murmurar animales por orden alfabético hasta que el sueño me venció.

-Araña, becerro, caballo, delfín, elefante, foca...

Grisel me observa como si me hubiese vuelto loco, aunque deja de orar para preguntar qué demonios hago. Yo continúo:

-Gato, hormiga, ¿i...

Joder, no se me ocurre un animal que inicie con esa vocal.

-Iguana- propone ella con la voz rasposa. Su rostro pálido vuelve a sus ojos más grandes.

-Jirafa. –Sonrío, sabiendo que he ganado. Le tomo la mano y se la beso.

-Koala. –Sonríe, sabiéndose a salvo. Voltea la mirada a la ventanilla y se asoma lo suficiente para reconocer que ya no hay marcha atrás, que debe ser valiente.

Mi esposa se queda profundamente dormida después de una hora, con las piernas bien estiradas, los brazos cruzados, sin la necesidad de aferrarse a nada, y yo me inclino por hacer lo mismo a sabiendas que nos espera un largo tiempo para llegar a nuestro destino. Naturalmente me despierto en el momento exacto en el que la azafata va entregando las bandejas de comida. Levanto a Grisel para que ingiera el alimento, el cual consistió en pollo, verduras cocidas, pasta y de postre una tartaleta de frutas que desaparecieron rápidamente de nuestros platos. Una vez satisfechos, optamos por ver una película desde mi celular, tomarnos fotografías haciendo caras extrañas y, al enfadarnos, escuchar música hasta volver a conciliar el sueño.

Después de un aterrizaje tranquilo a las 12 de la noche, una disputa por haber despertado a la morena limpiándole la baba seca con un pañuelo húmedo, una serie de trámites para salir del aeropuerto y, finalmente, un pequeño viaje en taxi para llegar al hotel que Bástian, esta vez atinadamente, nos reservó para poder descansar hasta que se haga por la mañana, ambos caímos rendidos a la cama, ninguno con el pensamiento de regalarnos siquiera un beso en los labios.

... ... ...

Por la tarde del día siguiente, abandonamos el hotel, abordamos un taxi que nos traslade al corazón de Sevilla y a pie andamos sin prisas por las calles adoquinadas que nos llevan directo a la casa de mi familia. Degustamos arroz con leche dejando atrás el bullicioso centro, alamedas de parques y numerosos restaurantes y bares. Aún faltan unas cuantas horas para que oscurezca y lo que más se me apetecía en el momento era alardear de tener una esposa tan guapa y soberbia. Mi cometido fue un éxito ya que todos mis vecinos, al saludarnos, solían quedar embobados con la mágica presencia de Grisel. Sonreían levemente cada que mi chica alzaba la barbilla y ondeaba su largo cabello, o cuando el viento, siempre tan travieso, levantaba un poco su falda color amarillo, mostrando unas piernas de un moreno estupendo.

-Joven Graciani- me saluda la señora Carmen, quien solía reprenderme de crío cuando iba a provocar a su odioso gato-. No me diga que ya se ha casado. ¡Por fin alguien que lo ponga en cintura!

Lo que solo sabe un pueblo entrometidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora