«Cárcel de Austria, a las afueras de Leoben»
"Egon Peitz, favor de trasladarse a su celda. La hora de ejercitarse ha terminado desde hace diez minutos".
Egon Peitz arrugó el ceño al escuchar por tercera vez su nombre salir de aquellas bocinas que lo estaban volviendo loco. El único momento del día que amaba era cuando le tocaba ir al gimnasio por dos horas enteras a quemar todas las toxinas y calorías que almacenaba diariamente en aquella prisión del demonio. Y en ese instante se encontraba haciendo abdominales conteniendo la respiración y estaba a punto de seguir haciéndolo cuando el guardia de seguridad le dio un ligero golpe en la sien con su arma. Egon alzó la mirada hacia él y sin decir una palabra, se levantó del suelo y se dejó conducir hacia su estancia de siempre. No podía quejarse tanto por la manera en la que lo trataban. Tenía suerte de haber entrado a la mejor cárcel del mundo donde la celda era mejor que la habitación de muchas personas que estaban libres. Contaba con todo lo necesario para no aburrirse: una tv, un microondas, un ropero pequeño, una cama, cafetera y muchos pequeños lujos que solo a los reos de Austria se les daba. Pero, aun así, anhelaba salir de ahí y contactar con su jefe para continuar su cometido: Secuestrar a una joven con el fin de enviarla a Rusia a prostituirse. Sonrió lobunamente al recordar su tarea final, luego de enviar a esa desdichada joven a su perdición; cada que conseguía a una chica para su jefe, le daban la mejor de todas las tareas: Asesinarla. Él, con tan solo veinticinco años de edad, ya era considerado como el mejor proxeneta de todo Austria y como era demasiado listo, no dejó que le sacaran la verdad acerca de con quién trabajaba porque no estaba dispuesto a abandonar su empleo. Le daba placer matar jovencitas con sus propias manos, pero no sin antes disfrutar de ellas hasta su último aliento.
—Peitz, entra a tu celda—lo empujó el guardia, haciendo que él diera traspiés y cayera de bruces sobre su cama. Egon se juró desde que entró, que al primer idiota que asesinaría sería al guardia que lo escoltaba del diario. Miró al guardia con recelo y observó cómo lo encerraba como un perro entre las cuatro paredes. Se dio la vuelta en la cama y miró al techo, después al reloj que estaba sobre la tv. Eran las once de la mañana y estaba comenzando su programa favorito: Bob Esponja. Encendió la pantalla, colocó sus brazos doblados por debajo de la cabeza y disfrutó algunas horas completas de esa caricatura hasta que llegó la hora de la supervisión de higiene que hacían diariamente. Se levantó de un salto y se echó un vistazo al espejo que tenía cerca del microondas; no lucía tan mal. El corte que semanas atrás le habían otorgado le quedaba bien a pesar de estar casi rapado. Su cabello café apenas estaba tomando la forma de siempre. Lo que de verdad le atormentaba era las tremendas ojeras que adoraban sus peculiares ojos negros como la noche. Antes de ser atrapado por el FBI, podía decir que era atractivo, pero viéndose al espejo después de casi seis meses de haber sido recluido ahí y obligado a levantarse en la madrugada a ayudar a las tareas de limpieza de todo el recinto, su atractivo se deterioró.
—Egon, anda. Acércate, hora de supervisión—oyó la voz femenina de la mujer encargada a esa labor. Él sonrió levemente y se aproximó a ella. Aquella mujer de edad madura era la única que lo trataba bien. Por lo que decidió matarla hasta el final, en cuanto estuviera libre.
— ¿No es suficiente con la revisión de ayer, May? —se quejó y esperó a que ella entrara. May abrió la celda y entró acompañada de su asistente, un muchacho de unos veinte años que miraba con horror a Egon, él dio un paso dentro de la celda y se plantó detrás de ella con una caja sobre las manos.
—Yo no elijo mis tiempos de trabajo—le contestó la mujer y sacó de la caja una jeringa—dame el brazo.
—Detesto las agujas—se arremangó la camisa y su pálida piel—que solía ser más bronceada—, del brazo salió a relucir en espera del pinchazo.
—Reglas son reglas—le frotó un algodón con alcohol en el sitio donde iba a pincharlo y miró una vez más a Egon, pero este desvió la mirada a la pared y ella continuó. Le enterró la punta de la aguja y extrajo unos mililitros de sangre rojísima que llenó rápidamente el frasquito—listo.
—No estoy enfermo, joder.
—Nos vemos mañana, Egon—se despidió May rápidamente y su asistente salió corriendo cuando ella comenzó a cerrar.
—Me agradas—dijo él, esbozado una sonrisa tierna, pero que segundos después se fue tornando maliciosa y perversa—y por eso te mataré al último.
Al parecer, aquella leve amenaza, May lo tomó como una broma y sonrió.
—Pasa lindo día, Egon.
Egon volvió a quedarse solo y decidió tener una siesta, ya que en ese lugar no había nada más que hacer. Al cabo de media hora, no soportó más intentar dormir cuando tenía mucha energía, por lo que se levantó y gritó a todo pulmón:
— ¡Quiero jugar baloncesto! —pero nadie respondió. Ni si quiera su guardia personal— ¿hay alguien? —volvió a gritar. No hubo respuesta. Cerró los ojos y aspiró y exhaló repetidas veces antes de perder el control— ¡ábranme! ¡Ábranme, maldita sea! —gritó durante quince minutos sin descanso hasta que comenzó a sentir que su voz se iba a apagando e iba quedándose afónico—quiero salir a jugar... —dijo en un hilo de voz. Estaba seguro que su garganta estaba a punto de sangrar.
—Deberías callarte, Peitz—el guardia se asomó a la celda con una sonrisa estúpida en el rostro e hizo que Egon perdiera la cabeza. Dejó que se acercara lo suficiente a él para actuar. Tenía tantas ganas de hacerle probar lo que le hacía a todos los cobardes que se atrevían a desafiarlo, pero no lo había intentado porque estaba armado.
—Abre, por favor. Quiero jugar baloncesto—susurró, tratando de persuadirlo y atacarlo. Llevaba semanas planeando su huida.
—De acuerdo. Pero solo irás un rato, ya sabes que los demás no te quieren cerca porque eres un parásito.
Se quedó estático por unos segundos, esperando a qué abriera la puerta. Agudizó sus oídos y su locura se intensificó cuando el guardia dio un paso dentro de su estancia. Egon se había sentado levemente sobre el cubo de basura, junto a la celda. De repente, se levantó de un salto y arremetió contra él, aplastándolo en la pared y dejándolo aturdido por un golpe sordo y seco en la sien. Lo sujetó del cabello y tiró de él hasta lanzarlo al suelo. Le pateó las costillas y el rostro sin descanso. El guardia comenzó a gritar, pero de una patada con la rodilla le reventó los labios y lo arrastró hasta su cama donde sacó debajo del colchón unos grilletes, que encontró tirados en el patio días atrás, para inmovilizarlo. Lo esposó y se arrodilló frente al moribundo hombre que apenas podía abrir los ojos, solo para decirle: —Aquí el criminal soy yo, no tú. Así que no te confundas.
Y a pasos firmes, se deslizó fuera de su celda con las llaves de todas las instalaciones en sus manos.
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Dark Beauty © Libro 1. (TERMINADA)
Mystery / ThrillerDicen que los asesinos y criminales para que puedan ejercer su labor de asesinar o torturar, necesitan tener atrofiado una parte del cerebro que les impida tener emociones y sentir lo sentimientos que una persona normal tiene. Psicólogos han llegado...