Capítulo 22 (+18)

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Los pies de la hembra no tocaban el suelo. Apenas, cuando estiraba la punta de sus pies, podía rozar la piedra negra, de esa especie de dormitorio de ensueño para los príncipes de las tinieblas. A un lado de ese dormitorio se encontraba la enorme cama con dosel, pero ella no estaba allí. Aun con los ojos vendados tenía claro que estaba suspendida en el aire, mediante cuerdas y poleas, en el centro de esa habitación del placer, con ese macho que le había asegurado que la destrozaría y poseería en todos los sentidos.

Lo había conseguido.

Karl Glattawer lo había conseguido.

Emma estaba arruinada para cualquier otro macho. Ninguno le serviría después de todo lo que él le había hecho. No admitiría imitaciones, podía asegurarlo.

Permaneció suspendida en el aire, con los ojos ventados y la cabeza echada hacia atrás. Estaba retorciéndose, pero no para liberarse, sabía perfectamente que era inútil. Las cuerdas eran resistentes, la envolvían por la cintura y el tronco, en un intrincado dibujo que solo dejaba expuestos partes de sus pechos, para que los pezones, magullados y erectos quedaran expuestos para él. Para su amo.

Gimoteó cuando sintió su presencia a su espalda. Se retorció de nuevo, intentando arañar el suelo con la punta de los pies, apenas lo consiguió.

Unas manos ásperas acariciaron sus pechos. La piel tibia, enrojecida por los mordiscos, se dejaba entrever por entre la tosca cuerda.

El macho se apretó contra ella desde su espalda. Tomó con delicadeza su cabellera rubia y la peino con los dedos como si fuera una muñeca. Su juguete de placer.

Un gruñido hizo que el sexo de la hembra volviera a palpitar.

Le olió el cabello, que poco a poco fue alisando, dejándolo caer en cascada dorada contra su espalda. Cuando Emma tiró la cabeza hacia atrás, consciente de su presencia, el cabello le rozó el trasero y sintió como los dedos de Karl lo acariciaban casi imperceptiblemente.

Se lo imaginaba con los ojos rojos, observándola mientras el dedo índice trazaba un camino desde su omoplato hasta sus nalgas enrojecidas por el repetido contacto con la palma de su mano.

Había sido mala en varias ocasiones y él la había castigado.

—¿He sido cruel contigo? —le preguntó Karl hundiendo la cabeza en el cuello de Emma.

Soltó un único gemido como respuesta.

Su erección expuesta rozó sus nalgas y el deseo hizo que el macho arañara la piel del cuello con los dientes.

—Respóndeme —le agarró los pechos con fuerza y ella se retorció.

—Nnnn... no —gimoteó mientras empezaba a temblar, deseando que lo que notaba en su trasero, volviera a clavarse de nuevo en ella.

Él sonrió de forma cruel.

—No, ¿qué? —le dio una nueva nalgada.

—No, mi señor.

Ronroneó complacido.

—¿Ha aprendido la lección, Emma?

Ella asintió con violencia.

—Sí, mi señor.

—Bien —jugueteó con sus pezones mientras se mecía contra ella. El cuerpo suspendido con cuerdas se balanceaba por los movimientos de Karl— No volverás a huir de mí ¿verdad?

Ella se resistió a responder.

Sabía lo que pasaría si huía. Era justo lo que acababa de pasar esa noche. Él la perseguiría, la sometería, la poseería... Y ¡Joder! Había disfrutado de cada maldito segundo. La había tomado con fiereza sobre el suelo, en el bosque y luego... la había traído ahí, donde había jugado con ella, como si fuera su nuevo juguete. Lo que probablemente era, y lo que... ella estaba disfrutando de ser. Un instinto primitivo hizo odiar a cada una de las hembras que habían ocupado su lugar antes que ella.

El deseo del loboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora