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La casa era exactamente igual por fuera. O casi igual: alrededor de la puerta del piso de la señorita Spink y la señorita Forcible había bombillas azules y rojas que se encendían y se apagaban formando palabras. Las luces se perseguían unas a otras con un continuo parpadeo. Después de «¡ASOMBROSO!» apareció «¡ÉXITO!», y por último «¡TEATRAL!».

El día era soleado y frío, como el que había dejado antes de emprender aquella aventura.

Oyó un suave ruidito a su espalda y se dio la vuelta: sobre el muro más cercano vio un gran gato negro, idéntico al que estaba en el jardín de su casa.

—Buenas tardes —la saludó el gato.

Parecía que la voz estaba dentro de la cabeza de Coraline y ponía en palabras su pensamiento; pero no era la voz de una niña, sino la de un hombre.

—Hola —respondió Coraline—. Vi un gato igual que tú en el jardín de mi casa. Debes de ser el otro gato.

El gato negó con la cabeza.

—No —replicó—. No soy el otro. Soy yo. —Ladeó la cabeza y sus ojos verdes centellearon—. Vosotros, los seres humanos, os habéis extendido por todas partes. En cambio, los gatos nos mantenemos unidos y en nuestro sitio. Tú ya me entiendes.

—Creo que sí. Pero, si eres el mismo gato que vi en casa, ¿cómo sabes hablar?

Los gatos no tienen hombros, al menos no como las personas. Pero el gato se encogió como si los tuviese, con un delicado movimiento que comenzó en el extremo de la cola y terminó con la elevación de los bigotes.

—Simplemente hablo.

—Los gatos de mi casa no hablan.

—¿No? —se extrañó el animal.

—No —contestó Coraline.

El gato saltó con elegancia desde el muro hasta los pies de la niña, y la miró fijamente.

—Bueno, tú eres la experta en estas cosas —comentó el gato con sequedad—. Al fin y al cabo, ¿qué puedo saber yo? Sólo soy un gato.

Comenzó a alejarse con la cabeza y la cola muy erguidas, en un gesto de orgullo.

—Vuelve, por favor —le pidió Coraline—. Lo siento, lo siento de veras. —El animal se detuvo, se sentó y se dedicó a limpiarse concienzudamente, ignorando la existencia de la niña—. Nosotros..., en fin, podríamos ser amigos, ¿no crees? — añadió.

—También podríamos ser raros ejemplares de una exótica raza de elefantes africanos bailarines —respondió el gato—. Pero no lo somos. Por lo menos — continuó con tono rencoroso, tras clavar una breve mirada en Coraline—, yo no.

La niña suspiró.

—Perdóname, por favor. ¿Cómo te llamas? Mira, yo soy Coraline, ¿vale?

El gato bostezó cautelosa y prolongadamente, revelando al hacerlo una boca y una lengua de un asombroso color rosa.

—Los gatos no tenemos nombre.

—¿No? —dudó Coraline.

—No —corroboró el gato—. Vosotros, las personas, tenéis nombres porque no sabéis quiénes sois. Nosotros sabemos quiénes somos, por eso no necesitamos nombres.

Coraline pensó que el gato era de un egocentrismo insoportable, como si estuviese convencido de que él era lo único importante en el mundo.

Por un lado, le apetecía tratarlo con desprecio, pero su otra mitad quería ser educada y amable. Al fin, ganó la mitad educada.

LIBROS PARTE 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora