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La madre de Coraline la sacudió con suavidad para despertarla.

—¿Coraline? —dijo—. Cielo, vaya sitio que has escogido para dormir. Esta habitación está de adorno, nada más. Te hemos buscado por toda la casa.

La niña se estiró y parpadeó.

—Lo siento —se disculpó—. Me he quedado dormida.

—Ya lo veo —repuso su madre—. ¿Y de dónde diablos ha salido el gato? Cuando he llegado estaba esperando delante de la puerta principal, y cuando la he abierto ha salido corriendo como un rayo.

—Seguramente tenía cosas que hacer —replicó Coraline.

Luego abrazó a su madre con tanta fuerza que le dolieron los brazos. Su madre le devolvió el abrazo y le dijo:

—La comida estará dentro de quince minutos. No te olvides de lavarte las manos. ¡Fíjate en los pantalones del pijama! ¿Qué te ha pasado en la rodilla?

—He tropezado —respondió Coraline, que después entró en el cuarto de baño: entonces se lavó las manos, se limpió la sangre de la rodilla y aplicó pomada sobre los cortes y arañazos.

Luego fue a su dormitorio, su dormitorio real, el verdadero. Metió la mano en el bolsillo de la bata y sacó tres canicas, una piedra con un agujero en medio, una llave negra y una bola de cristal vacía.

La agitó y contempló el remolino de nieve reluciente que flotaba en el agua y llenaba aquel mundo desierto. Dejó de moverla y vio cómo la nieve caía sobre el lugar que en otro tiempo había ocupado una diminuta pareja.

A continuación, Coraline encontró un pedazo de cuerda en la caja de los juguetes; ensartó en él la llave negra, hizo un nudo y se colgó el cordón al cuello.

—Ya está —dijo.

Se vistió y escondió la llave debajo de la camiseta. La sintió fría sobre la piel.

Después se guardó la piedra en un bolsillo.

Luego Coraline se dirigió al vestíbulo y entró en el despacho de su padre. Estaba de espaldas, pero la niña sabía, sólo con mirarlo, que cuando se girase, vería los amables ojos grises de su padre. Se acercó a él con mucha cautela y le dio un beso en la parte posterior de la cabeza, que comenzaba a quedarse calva.

—Hola, Coraline —la saludó el hombre. Luego miró a su alrededor y le sonrió—. ¿Y esto a qué viene?

—A nada —contestó Coraline—. A veces te echo de menos, eso es todo.

—¡Qué bien! —comentó él.

Suspendió el trabajo que estaba haciendo en el ordenador, se levantó y, sin previo aviso, tomó a Coraline en brazos, cosa que había dejado de hacer tiempo atrás, cuando le había explicado a su hija que era demasiado mayor para que la llevasen en brazos. Entonces la condujo a la cocina.

Esa noche tenían pizza para cenar, y aunque la había hecho su padre (por eso la base estaba gruesa, pastosa y cruda por unas partes, y demasiado fina y requemada por otras) y le había puesto rodajas de pimiento verde, albondiguillas y, para colmo, trocitos de piña, Coraline se comió su ración entera.

Bueno, se lo comió todo excepto los trozos de piña. 

Cuando acabaron ya era hora de acostarse.

Coraline se dejó la llave colgada del cuello, puso las canicas grises debajo de la almohada, y soñó.

Se encontraba en un prado verde, sentada bajo un viejo roble, disfrutando de una merienda campestre. El sol brillaba en lo más alto del cielo: en el horizonte se veían nubes blancas y plumosas, pero sobre su cabeza el firmamento era profundamente azul y tranquilo.

LIBROS PARTE 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora