7|LA MALDICIÓN|

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La maldición de un huérfano arrastra al infierno
hasta a un ángel de lo alto;
pero ¡más horrible aún es
la maldición en los ojos de un muerto!
Siete días, siete noches, esa maldición vi.
Y ni así pude morir.
SAMUEL TYLOR COLERIDGE, La canción de viejo marino


Magnus oyó abrirse la puerta principal y el alboroto de voces alzadas, e inmediatamente pensó:
«Will». Y luego le hizo gracia haberlo pensado. El muchacho cazador de sombras era cada vez más como un pariente molesto, se dijo a sí mismo Magnus mientras doblaba la esquina de la página del libro que estaba leyendo —Diálogo de los dioses, de Luciano; Camille estaría furiosa de que hubiera marcado la página—, una persona de la que conocías sus costumbres, pero resultaba imposible cambiarlas. Alguien cuya presencia se podía reconocer por el sonido de sus pasos en el corredor. Alguien que consideraba tener derecho a discutir con el sirviente cuando a éste se le había dado órdenes de decir a todo el mundo que no estabas en casa.

La puerta del salón se abrió de golpe, y Will apareció en el umbral, medio triunfal y medio abatido; todo un logro.

—Sabía que estabas aquí —afirmó mientras Magnus se incorporaba en el sofá, y bajaba los pies al suelo—. Bien, ¿te importaría decirle a este... murciélago desmesurado que deje de revolotear
sobre mi hombro? —Señaló a Archer, el siervo de Camille y criado temporal de Magnus, quien,
efectivamente, estaba rondado junto al recién llegado. Tenía en el rostro una marcada expresión de repulsa, algo, por otra parte, habitual—. Dile que quieres verme.

Magnus dejó el libro sobre la mesa que tenía al lado.

—Pero tal vez no quiera verte —replicó de una forma muy razonable—. He dicho a Archer que
no dejara entrar a nadie, no que no dejara entrar a nadie excepto a ti.

—Me ha amenazado —intervino Archer, en su voz susurrante no del todo humana—. Se lo diré a
mi señora.

—Hazlo —repuso Will, pero miraba al brujo, con sus ojos azules y ansiosos—. Por favor. Tengo
que hablar contigo.

«Pesado, el chaval», pensó éste.

Después de un día agotador eliminando un hechizo de amnesia de un miembro de la familia
Penhallow, había querido descansar. Ya había dejado de estar pendiente de oír los pasos de Camille en el pasillo, o de esperar un mensaje, pero aún seguía prefiriendo esa sala a las demás, esa sala, donde el toque personal de Camille parecía aferrarse a las rosas espinosas del papel de la pared, al tenue perfume que emanaba de las cortinas... Había esperado con ganas pasar la tarde delante del fuego, con una copa de vino, un libro y estrictamente solo.

Pero ahí estaba Will Herondale, con una expresión que era una mezcla de dolor y desesperación,
pidiendo su ayuda. Iba a tener que hacer algo contra ese molesto y blandengue impulso de ayudar a los desesperados. Contra eso y contra su debilidad por los ojos azules.

—Muy bien —repuso con un suspiro de mártir—. Puedes quedarte y hablarme. Pero te lo advierto, no voy a invocar a ningún demonio. Al menos no antes de la cena. A no ser que hayas
descubierto algún tipo de prueba...

—No. —El muchacho entró ansioso en la sala, y cerró la puerta en las narices a Archer. Se dio la
vuelta y le echó la llave, para asegurarse. Y luego fue hasta el fuego. Hacía frío fuera. El trocito de
ventana que no cubrían las cortinas mostraba la plaza en el exterior sumida en un oscuro ocaso; hojas revoloteando sobre el pavimento, impulsadas por un brioso viento. Will se quitó los guantes, los dejó sobre la repisa de la chimenea y acercó las manos al fuego—. No quiero que invoques a ningún demonio.

—Ah. —Magnus puso los pies, enfundados en unas botas, sobre la mesita de madera delante del
sofá, otro gesto que hubiera enfurecido a Camille de haber estado allí—. Una buena noticia,
supongo...

LIBROS PARTE 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora