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Coraline sintió que las lágrimas brotaban en su interior, pero las contuvo antes de que se convirtiesen en llanto: respiró profundamente y la sensación de congoja desapareció. Extendió las manos para palpar el espacio en el que estaba prisionera. Era como un armario escobero: la altura permitía sentarse o estar de pie, pero no tenía anchura suficiente para tumbarse.

Una de las paredes era de cristal, y al tocarla percibió su frialdad.

Recorrió el minúsculo recinto por segunda vez, palpando las superficies que se hallaban a su alcance con el afán de encontrar el pomo de una puerta, un interruptor o cerraduras ocultas, algún medio para salir de allí, pero no había ninguno.

Sofocó un grito cuando notó que una araña correteaba por el dorso de su mano. Sin contar a la araña, se encontraba completamente sola en el armario, oscuro como boca de lobo.

Pero entonces tocó lo que le pareció la cara y los labios de alguien, algo pequeño y frío; y una voz le susurró al oído:

—¡Silencio! ¡Chis! ¡No diga nada, la vieja bruja puede estar escuchando! Coraline no dijo nada.

Sintió el contacto de una mano fría sobre el rostro: los dedos la palparon con toques suaves, como si fuesen las alas de una mariposa nocturna.

Otra voz, titubeante y tan débil que Coraline se preguntó si no sería producto de su imaginación, dijo:

—¿Está... está viva de verdad?

—Sí —susurró Coraline.

—¡Pobrecilla! —exclamó la primera voz.

—¿Quiénes sois? —murmuró Coraline.

—¡Nombres, nombres, nombres! —dijo otra voz muy remota y perdida—. Los nombres son lo primero que desaparece cuando se extingue el aliento y el corazón deja de latir. Los recuerdos permanecen en nosotros más que los nombres. Mi memoria aún conserva imágenes de una mañana de mayo en la que mi institutriz llevaba mi aro de jugar y el sol se reflejaba en su espalda mientras la brisa mecía los tulipanes. Pero he olvidado el nombre de mi institutriz y los de los tulipanes.

—No creo que los tulipanes tengan nombres —comentó Coraline—. Son sólo tulipanes.

—Quizá —respondió la voz con tristeza—. Pero siempre he pensado que esos tulipanes merecían tener nombres. Eran rojos, naranjas y rojos, rojos, naranjas y amarillos, como las brasas de la chimenea de la habitación de los niños una tarde de invierno. Los recuerdo bien.

La voz era tan triste que Coraline extendió una mano hacia el lugar del que procedía; entonces encontró una mano fría y la estrechó con firmeza.

Sus ojos se estaban acostumbrando a la oscuridad. Coraline vio, o imaginó haber visto, tres figuras tenues y pálidas como la luna durante el día. Parecían niños de su estatura. La mano fría le devolvió el apretón.

—Gracias —dijo la voz.

—¿Eres una niña o un niño? —preguntó Coraline. Hubo una pausa.

—En mi primera infancia llevaba faldas y tenía el pelo largo y rizado — respondió con tono de duda—. Pero, ahora que lo pregunta, me parece que un día me quitaron las faldas, me pusieron pantalones y me cortaron el pelo.

—No es un tema que nos preocupe —comentó la primera voz.

—Tal vez sea un chico —continuó la figura a la que daba la mano—. Sí, creo que era un niño. —Y brilló con un poquito más de intensidad en la oscuridad de la habitación que había detrás del espejo.

—¿Qué os pasó? —les preguntó Coraline—. ¿Cómo llegasteis hasta aquí?

—Ella nos dejó en este lugar —respondió una voz—. Nos robó el corazón, nos arrebató el alma, se llevó nuestras vidas, nos abandonó en las tinieblas y se olvidó de nosotros.

—¡Pobrecitos! —exclamó Coraline—. ¿Cuánto tiempo hace que estáis aquí?

—Mucho, muchísimo tiempo —contestó otra voz.

—Sí. Es imposible calcular cuánto —añadió otra más.

—Yo crucé la puerta de la cocina —comentó la voz del que podría ser un niño— y me encontré en el salón. Ella me estaba esperando. Me dijo que era mi otra mamá y nunca volví a ver a la verdadera.

—¡Huya! —la apremió la primera voz, que Coraline supuso que pertenecía a una niña—. Huya mientras tenga aire en los pulmones, sangre en las venas y calor en el corazón. Huya antes de que pierda la mente y el alma.

—No voy a escapar —repuso Coraline—. Ella tiene a mis padres y he venido a recuperarlos.

—Sí, pero la retendrá aquí mientras los días se convierten en polvo, caen las hojas y los años pasan uno tras otro como el tictac de un reloj.

—No —lo rebatió Coraline—. No lo hará.

En la habitación de detrás del espejo se hizo el silencio.

—Si usted puede arrancar a sus padres —dijo una voz en la oscuridad— de las garras de la vieja bruja, quizá por ventura pueda liberar también nuestras almas.

—¿Os las ha quitado? —le preguntó Coraline espantada.

—Sí, y las ha escondido.

—Por eso no pudimos salir de aquí, ni siquiera después de morir. Nos retuvo y se alimentó de nosotros hasta que no quedó ningún resto, sólo pieles de serpientes y cascaras de arañas. Busque nuestros corazones ocultos, pequeña dama.

—¿Y qué os ocurrirá si lo hago? —quiso saber Coraline. Las voces no respondieron—. ¿Y qué hará conmigo? —continuó.

Las pálidas figuras latieron débilmente. Coraline supuso que no eran más que ilusiones visuales, como el resplandor que una luz brillante deja en los ojos una vez que se apaga.

—No le dolerá —susurró una vocecita tenue.

—Se apropiará de su vida, de lo que es y de todo lo que le interesa, y le dejará sólo niebla y bruma. Se llevará su alegría. Un día, cuando despierte, no tendrá ni alma ni corazón. Será usted una cáscara, una voluta de humo, y se convertirá en un sueño al despertar o en el recuerdo de algo olvidado.

—Hueco —susurró la tercera voz—. Hueco, hueco, hueco, hueco, hueco.

—Debe huir —gimió débilmente la primera voz.

—Creo que no —repuso Coraline—. He intentado escapar y no ha dado resultado. Se ha llevado a mis padres. ¿Podéis decirme cómo se sale de esta habitación?

—Si lo supiéramos, se lo diríamos.

—Pobrecitos —dijo Coraline para sí.

Se sentó. Se quitó el suéter, lo dobló y se lo puso detrás de la cabeza a modo de almohada.

—No va a retenerme en la oscuridad para siempre —comentó Coraline—. Me trajo aquí para jugar. El gato dijo que se trataba de juegos y desafíos. Pero no veo ningún desafío en esta oscuridad —añadió, intentando acomodarse: se retorció y se dobló en el reducido espacio que había detrás del espejo.

Su estómago comenzó a rugir. Se comió la última manzana a pequeños mordiscos para que durase más tiempo. Cuando acabó, seguía teniendo hambre.

Entonces se le ocurrió una idea.

—Cuando venga a soltarme, ¿por qué no venís conmigo los tres? —susurró.

—Ojalá pudiésemos —suspiraron sus voces ausentes—, pero tiene nuestros corazones en su poder. Pertenecemos a la oscuridad y a los lugares vacíos. La luz nos marchita y nos abrasa.

—¡Oh! —exclamó Coraline.

Cerró los ojos y la oscuridad se hizo aún más oscura. Colocó la cabeza sobre el suéter doblado y se dispuso a dormir. Cuando estaba medio dormida le pareció que un fantasma le daba un beso en la mejilla con ternura, y que una vocecita le susurraba al oído, una voz tan débil que apenas se oía, algo suave y tenue que habló en un tono tan bajo que la niña pensó que era producto de su imaginación:

—Mire a través de la piedra —le dijo. 

Y luego se quedó dormida.


LIBROS PARTE 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora