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Cuando entró en su casa o, mejor dicho, en aquella casa que no era verdaderamente la suya, Coraline se alegró de comprobar que no se había convertido en un dibujo vacío, como el resto del edificio. Había profundidad y sombras, y alguien que esperaba su regreso en la oscuridad.

—Has vuelto —dijo la otra madre con tono de descontento—, y has traído bichos.

—No —repuso la niña—. He traído a un amigo.

Notó que el gato se agarrotaba entre sus manos, como si estuviese deseando huir. Coraline quería abrazarlo como a un osito de peluche para darle confianza, pero sabía que a los gatos no les gusta nada que los aprieten, y sospechaba que un gato asustado tiende a morder y arañar si lo provocan, aunque esté de tu parte.

—Sabes que te quiero —afirmó la otra madre con voz monótona.

—Pues tienes una forma muy especial de demostrarlo —respondió Coraline.

A continuación fue al vestíbulo y entró en el salón con paso firme y seguro, fingiendo no sentir los ojos negros y vacíos de la mujer clavados en su espalda. Los solemnes muebles de su abuela seguían allí, y el extraño cuadro de las frutas colgaba de la pared; sin embargo, alguien se había comido la fruta, y lo único que quedaba en el cuenco era el corazón marrón de una manzana, varios huesos de ciruelas y melocotones, y el tallo de un racimo de uvas. La mesa con patas de león raspaba la alfombra con sus garras de madera, como si estuviese impaciente por algo. Al fondo de la habitación, en la esquina, se hallaba la puerta de madera que, en otro lugar, se abría y daba a una lisa pared de ladrillos. Coraline procuró no mirarla. Por la ventana no se distinguía más que niebla.

La niña sabía que había llegado la hora, el momento de la verdad, el instante de la solución.

La otra madre la había seguido: estaba en medio del salón, entre Coraline y la repisa de la chimenea, y miraba a la niña con sus ojos de botones negros. Coraline pensó que tenía gracia que la otra madre no se pareciese en absoluto a su verdadera madre, y se preguntó cómo la habría engañado para que viese el parecido. La otra madre era enorme (su cabeza casi rozaba el techo) y muy pálida, del color del vientre de una araña. Los cabellos se le retorcían y enroscaban alrededor de la cabeza, y tenía dientes afilados como cuchillos...

—¿Y bien? —le preguntó la mujer bruscamente—. ¿Dónde están?

Coraline se apoyó en un sillón, acomodó al gato con la mano izquierda, metió la derecha en el bolsillo y sacó las tres canicas de cristal. La otra madre alargó los dedos blancos para agarrarlas, pero la niña las volvió a guardar. Resultaba evidente que lo que había imaginado era cierto: la otra madre no tenía intención de dejarla marchar ni de cumplir su palabra. Todo había sido una diversión, nada más.

—Espera —le pidió Coraline—. Aún no hemos terminado, ¿verdad? La mujer la fulminó con la mirada, pero después sonrió con dulzura.

—No —contestó—. Supongo que no. Al fin y al cabo, todavía has de encontrar a tus padres, ¿no?

—Sí —respondió Coraline. «No debo mirar la repisa de la chimenea —pensó—. Ni siquiera debo pensar en ella.»

—De acuerdo —replicó la otra madre—. Encuéntralos. ¿No quieres volver a buscar en el sótano? Allí hay más cosas interesantes, ¿sabes?

—No. Sé dónde están mis padres.

El gato le pesaba en los brazos, así que lo movió hacia delante, desenganchándose las patas del hombro.

—¿Dónde?

—Es de sentido común. He mirado en todos tus escondrijos. No están en la casa.

La otra madre se mantuvo muy quieta, sin hacer el más mínimo gesto y con los labios firmemente apretados. Podría haber pasado por una estatua de cera; incluso su pelo había dejado de moverse.

LIBROS PARTE 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora