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El mundo exterior se había convertido en informes remolinos de niebla desprovistos del menor rastro de vida, y parecía que la casa se hubiese retorcido y estirado. A Coraline le dio la sensación de que estaba agazapada, y la miró como si no fuese una casa de verdad, sino la representación de una casa. Estaba segura de que la persona que había creado esa representación no era una buena persona. Una pegajosa telaraña se le había quedado enganchada en el brazo y se la sacudió como pudo. Las ventanas grises de la casa se inclinaban formando ángulos extraños.

La otra madre la esperaba sobre la hierba con los brazos cruzados. Sus ojos de botones negros carecían de expresión, pero los labios estaban firmemente apretados en un gesto de fría cólera.

Cuando vio a Coraline, alargó una gran mano blanca e hizo una seña con un dedo. La niña caminó hacia ella, que se mantenía callada.

—Tengo dos almas —afirmó Coraline—. Pero aún me falta una. —La expresión de la otra madre no cambió, como si no hubiese oído a la niña—. Bueno, pensé que te interesaría saberlo.

—Gracias, Coraline —respondió la otra madre gélidamente, con una voz que no salía de su boca, sino de la niebla, de la bruma, de la casa, del cielo—. Ya sabes que te quiero —añadió.

Y Coraline asintió, muy a su pesar. Era cierto: la otra madre la quería. Pero la quería igual que un avaro ama su dinero o un dragón su tesoro. En los ojos de botones de la otra madre sólo había afán de posesión, y Coraline sabía que la veía como un cachorrito consentido que pronto deja de tener gracia.

—Yo no quiero tu amor —repuso la niña—. Yo no quiero nada tuyo.

—¿Ni siquiera una ayuda? He de reconocer que lo has hecho muy bien, pero se me ha ocurrido que podrías necesitar una pequeña pista que te guiase en la búsqueda del tesoro.

—Me las arreglo muy bien solita —contestó Coraline.

—Ya lo sé —dijo la otra madre—. Pero cuando quieras entrar a investigar en el piso de la parte delantera, el que está vacío, vas a encontrar la puerta cerrada con llave, ¿y qué piensas hacer entonces?

—Oh. —Coraline consideró el asunto durante unos momentos, y luego preguntó—: ¿Existe la llave?

La mujer se hallaba en medio de aquella niebla, semejante a papel gris, que envolvía el mundo arrasado. Su cabello negro ondeaba en torno a su cabeza como si tuviese ideas y vida propias. De repente, una tos profunda le sacudió la garganta y abrió la boca.

La otra madre levantó una mano y se sacó de la lengua una llavecita de latón perteneciente a la puerta principal.

—Aquí está —afirmó—. La necesitas para entrar.

Con aire despreocupado le lanzó la llave a Coraline, que la recogió con una mano sin que le diese tiempo a pensar si la quería o no. La llave estaba ligeramente húmeda.

Un viento helado las azotó, y la niña se estremeció y apartó la vista. Cuando volvió a mirar, se encontraba sola.

Entonces se dirigió indecisa a la parte delantera de la casa, hasta la puerta del piso vacío, que estaba pintada de verde brillante, como todas las demás.

«Ella no tiene buenas intenciones —le susurró una voz fantasmal al oído—. No creemos que quiera ayudarla. Debe de ser una trampa.»

La puerta se abrió de pronto sigilosamente, y Coraline entró sin hacer ruido.

Las paredes del piso eran del color de la leche rancia. Las tablas de madera del suelo estaban descubiertas y polvorientas, mostrando las marcas de antiguas alfombras y esterillas.

LIBROS PARTE 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora