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     La gran Gojoseon había sido dividida en tres reinos. Hwanung escuchaba los murmullos del gentío en el bazar mientras pasaba desapercibido entre la multitud.

     —El rey Jumong nos llevará a la victoria. ¡Viva Goguryeo! exclamó un hombre.

     Solo si sus hermanos de Buyeo no le declaran la guerra. Es un fugitivo dijo otro.

     Tres hombres más que estaban cerca se acercaron con rapidez y Hwanung luchaba por escabullirse.

     —Cuida tu boca. No vaya a ser que informen de tu blasfemia al rey y te ejecuten.

     Hwanung dejó de oír y siguió su camino.

     Habían pasado miles de años desde que "La Ciudad Divina" Sinsise había convertido en Gojoseon. A medida que el pueblo se convirtió en clanes y los clanes en ciudades, nuevos enemigos habían aparecido y Hwanung estaba más viejo de lo que aparentaba. Se vio obligado a tomar otro nombre y había tomado el de DanGun.

     Solo así podría inmortalizarlo a lo largo de la historia.

     Sin embargo, el tiempo era su sayón, su más grande enemigo, y sus días de gloria habían pasado a ser leyendas. Ya no era más el gran fundador de la nación más poderosa de la península; era solo un ermitaño que pasaba sus días buscando sobrevivir a un calvario perpetuo y a sus propias necesidades humanas.

     Su piel por fin comenzaba a arrugarse —así le mostraba el claro junto a su choza—, pero su existencia estaba lejos de terminar. Todos sus allegados yacían bajo tierra, descansando en la eternidad que a él le tocaba pagar en vida. Ni siquiera sus sepulcros quedaban. Estaba completamente solo.

     Se preguntaba si algún día, quizás muy lejano, podría regresar a por su muchacho. Quería que fuera testigo de que su sacrificio había valido la pena y era momento de disfrutarlo.

     Hwanung estaba más tranquilo después de haber cumplido su tarea y ya no ser más un líder que debía cargar con el peso de todo un pueblo sobre sus hombros, pero no era consciente de lo solitaria que era la cuesta desde la cima. Sus días rutinarios pasaban tan lento como las semanas, y las semanas se sentían como meses. No había sentido alguno en cada paso que daba, ni algún propósito que le diera color a sus mañanas negras.

     Si de algo estaba seguro, era de que el regalo que seguía en sus manos aliviaría su condena algún día, solo tenía que averiguar cuándo.

[ ⋯ ]

     Ese domingo lo había recibido con un iluminado cielo despejado y un agradable calor envolviéndolo casi por completo. JungKook había recuperado todas sus malas noches después de aquella en la que una mata de cabellos castaños reposaba sobre su pecho y su cintura se perdía entre los brazos de un hombre que adoraba.

     Con TaeHyung todo era bueno y diferente.

     —Buenos días, TaeHyung-ssi —susurró el peli-negro en cuanto el hombre comenzó a abrir los ojos.

     Aun con los ojos cerrados, el menor esbozó una sonrisa y se acurrucó más sobre JungKook.

     —Buen día, JungKook-ssi —respondió, dejando un sonoro beso sobre su clavícula.

     La cama estaba demasiado tibia para que siquiera pensaran en abandonarla, por lo que continuaron abrazados unos minutos al principio, hasta que esos minutos se convirtieron en horas.

Páginas Perdidas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora