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     El campo de batalla era el lugar más digno y sagrado para un hombre. Probar su vigor y destreza en un combate a muerte era inmortalizar su nombre por generaciones. Dar su vida a una causa era, por mucho, el acto más solemne que alguna vez pudiera existir.

     Así, Hwanung y sus hombres arremetían en contra de cualquiera que se interpusiera en su camino; cualquiera que interfiera en su propósito. Estando a la cabeza del batallón, Hwanung blandía su espada, resuelto a cumplir lo que su padre le había encomendado.

     Hacía mucho que la guerra se había inclinado a su favor y no al de sus enemigos. El ejército de bárbaros que se rehusaba a entregar su territorio, estaba casi extinto a manos de Hwanung y su ejército. Las pérdidas se habían mantenido al margen mínimo; todo parecía marchar excelente.

     —¡DanGun!

     El grito desgarrador de su comandante alertó a Hwanung. Un bárbaro, aprovechando el descuido del hombre, quiso incrustar su espada en su pecho, pero de un solo tajo Hwanung logró dejarlo sin vida.

     Estando libre, miró en la dirección de donde provino el grito, quedándose inmóvil por algunos segundos, en los cuales intentó mantener la calma y no escandalizarse. DanGun, su hijo, estaba inerte sobre la tierra húmeda por la sangre de sus adversarios; teñida de rojo, con un olor nauseabundo. Ese lugar de guerra, guerra que daba por ganada. ¿Cómo celebraría la victoria sin su hijo?

     Hwanung corrió hasta el lugar, acunando a sus brazos al joven lleno de llagas y un profundo corte en el abdomen. La sangre brotaba de su boca y nariz como cascada; su magullado rostro denotaba cansancio y anhelo.

     Uno de sus hombres lo cubrió mientras él lloraba en silencio, acabando con todo aquel que se atreviera a acercarse e interrumpir el luto fugaz de un padre a la mitad de una batalla.

     —Este es mi precio. A costa de mi sangre he de cumplir mi mandato —susurró Hwanung, dejando correr las lágrimas que aterrizaban en el rostro del muchacho, haciéndose camino entre el polvo que cubría su piel.

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     —Sí, se ve bien allí.

     Los otros dos hombres concordaron con Lalisa.

     —Se lo dije, JungKook-ssi.

     —Gracias, Lisa. Lo de diseñador no es lo mío. —El mayor sonrió a la joven y acarició su hombro.

     JungKook, HoSeok y Lalisa habían aprovechado la hora de almuerzo para colocar una nueva exhibición en el salón. Era una piedra con un dibujo tallado y el peli-negro no tenía idea de dónde colocarlo. Gracias a la menor pudieron encontrar el lugar perfecto para la pieza.

     JungKook estaba algo inquieto y ansioso, en un buen sentido, como un chiquillo. En solo unos momentos más iría a su oficina para ver a TaeHyung, y lo ridículamente emocionado que estaba no se podía ocultar, por desgracia. Hacía unos cuantos días que no lo había visto y lo echaba de menos. 

     SeokJin, por su lado, estaba misteriosamente tranquilo. Había olvidado un fragmento de su conversación en el auto, pero recordaba claramente la parte en la que JungKook decía que iba a ejercer su carrera. El peli-negro esperó una fuerte discusión llena de amenazas e improperios, pero no fue así. JungKook no tenía idea de si SeokJin estaba de buen humor o si él simplemente ya no le temía tanto como antes. De alguna manera, seguir trabajando como profesor no iba a ser un inconveniente.

     —JungKook-ssi —llamó HoSeok. 

     JungKook hizo un ademán para darle a entender que podía hablar, pero HoSeok solo señaló a sus espaldas, y cuando volteó se llevó una sopresa.

Páginas Perdidas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora