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     La guerra.

     El apetito insaciable por la sangre, el aborrecimiento de una vida inmóvil, el ansia humana por acumular poder, todo esto disfrazado bajo la pretensión de actuar por el bien común. Hwanung, una vez más, se había dejado seducir por estos oscuros encantos, casi un milenio después de la fundación de Goguryeo. Tal vez, en el fondo de su alma inmortal, ansiaba encontrar finalmente su fin, tras siglos interminables que sólo le habían entregado sufrimiento. Con cada batalla, con cada grito desgarrador en el campo de guerra, Hwanung se preguntaba si esta vez, al fin, lograría hallar la paz en la muerte que tanto deseaba. Pero la eternidad parecía burlarse de él, prolongando su agonía, obligándolo a ser testigo de una humanidad que repetía una y otra vez los mismos errores, las mismas ambiciones destructivas. Mientras el sol se ocultaba en el horizonte, teñido de rojo por la sangre derramada, Hwanung se preparaba para otra noche de lucha, con la esperanza de que, quizás esta vez, el destino le concediera el descanso que tanto anhelaba.

     Esa vez no era un destacado general o un líder admirable, era simplemente un soldado más, que estaba dispuesto a entregar su vida ciegamente por una causa egoísta. Esa vez se encontraba como un peón cualquiera en una guerra de poderes que se vestía, orgullosamente, de patria y unión. 

     Wang Geon era el líder indiscutible de aquel imponente ejército, impulsado por un ferviente anhelo de unificar la península, tal como Silla lo había logrado siglos atrás. En lo profundo de su ser, Hwanung comprendía el oscuro costo de ensuciarse las manos con sangre, y ahora había llegado el momento en que Silla pagara su precio. Este precio vendría de la mano de un enemigo más poderoso que los antiguos reinos de Baekje y Goguryeo, cuyas glorias pasadas se desvanecían ante la amenaza inminente. La determinación de Wang Geon y la inevitable confrontación de Hwanung tejían un destino que prometía transformar el curso de la historia para siempre. Una vez más.

     Pero el alma cansada de Hwanung solo deseaba poder sentir algo que removiera su espíritu de nuevo, algo que le devolviera el sentido tras años y años de búsqueda incansable de un propósito.

     Hacía un par de siglos, a punto de adentrarse en un peligroso bosque y dejarse despellejar por las bestias que lo habitaban, había vencido a su razón el afán de volver a ver a DanGun. El silencio abrumador de Hwanin, su padre, pareció finalmente otorgarle el permiso que había ansiado durante tantos años. Tomó el Harpe en sus manos y volvió, justo a esa tienda donde lo vio por última vez pocas horas tras su muerte. Su muchacho no lo reconoció a él, pero si vio el cruel trato de la vida dibujada en los pliegues de su rostro y los acarició con la ternura de un hijo a su padre. No preguntó de más, solo le hizo una petición:

     «—Padre, lléveme con usted algún día. No sé cuánto ha pasado, pero estoy seguro de que habrá un momento propicio en que el podamos vivir tranquilos.»

     Hwanung se aferraba a la esperanza de que, si la muerte no lo había alcanzado, era porque el destino lo había reservado para regresar junto a su adorado hijo. Y si la propia muerte formaba parte de ese destino, entonces su padre también habría otorgado su aprobación.

     Solo debía culminar lo que había empezado y esperar un nuevo ciclo, anhelando con todas sus fuerzas que fuera más pacífico, lo suficientemente tranquilo para disfrutar los pocos años que DanGun tenía por delante en comparación con los suyos.

     Con la noche ya asentada, se deslizó con sigilo en los aposentos de un hombre poderoso de Silla cuyo nombre ni siquiera recordaba. Asiendo su espada con firmeza, lo tomó por sorpresa y de un solo tajo certero lo decapitó. La sangre tiñó la fina madera del suelo, y Hwanung respiró profundamente, degustando el dulce aroma de un sacrificio más antes de saborear su propia paz.

Páginas Perdidas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora