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Para cuando llegó su tercer día a bordo de la fragata real, Olivia ya había identificado varias cosas. Como que a Lady Mayfield le gustaba que Aspen le diera la mano cada vez que tenia que subir los cuatro pequeños escalones de madera que conducían a la cubierta, o que nunca era capaz de destapar sus nueces por sí misma.

Mientras desayunaban, comenzaba a preguntarse, sí también iba a necesitar ayuda para respirar uno de esos días, para poder tener el placer de negársela.

—¡Via! —llamó William desde su lado izquierdo en la mesa.

—¿Eh? —lo miró ella, distraída.

—¿Estás bien? —preguntó, visiblemente preocupado.

Aquella mañana el joven Blackwood no solo se habia lavado y peinado muy bien los cabellos castaños, sino que ademas, optó por lucir una ataviada casaca con los colores de su casa y detalles dorados. Era casi como si intentara demostrarle a Antonia todo lo que estaba a punto de perder.

—Estoy bien, ¿qué decías? —respondió Olivia, forzando una sonrisa.

—Que si quieres almejas —ofreció, extendiéndole la bandeja de plata.

Sin embargo, a la Reina le bastó con solo percibir el repugnante olor que emanaba de las crujientes conchas de color beige, para sentir como las nauseas ascendían de forma violenta por su garganta. Todos pudieron ver cómo dejaba caer la servilleta de tela sobre la mesa antes de levantarse de su asiento y salir corriendo del comedor.

Aspen, que estaba sentado en el extremo contrario de la pequeña habitación, no pudo evitar sentir una oleada de preocupación y con el corazón latiendo con fuerza en el pecho, se levantó de la silla y dejó a un lado la conversación que sostenía con Lady Vera Mayfield; quien lo vio perderse más allá del arco cóncavo que era la salida del comedor.

Él atravesó el pasillo detrás de Olivia sin pensarlo mucho, pues llevaban tres días durmiendo en el mismo camarote y ni siquiera por eso habían cruzado palabra desde su ultima discusión en Palacio. Todavía estaba arrepentido por algunas cosas que dijo, pero no iba a disculparse, a menos que ella lo hiciera primero y eso era imposible.

Pues su esposa no era de las que reconocían sus errores, ni mucho menos de las que ofrecían disculpas.

Cuando finalmente se detuvo, vio la puerta del camarote entreabierta y sin dudarlo, le dio un suave empujó para poder entrar.

—Olivia, ¿Te encuentras bien? —interrogó, acercándose a ella con cautela a ella. Que se encontraba de pie frente al pequeño baño, con una mano apoyada en la pared.

—No es nada. No tenias qué seguirme —le contestó. Pero su respiración, todavía agitada, se sumaba a la palidez para darle un aspecto cuando menos preocupante.

—Es tu primera vez en un barco —se metió ambas manos en los bolsillos—. Solo me aseguro de que no sea tan terrible.

Ella dejó escapar una risita cínica.

—No me has hablado en tres días, Aspen, no tienes que hacerlo ahora.

—Creí que no querías hablar conmigo, así que te estaba dando espacio.

—Espacio —repitió, dando media vuelta para salir del baño—. ¿Ves este lugar? —extendió los brazos hacia los lados, para apuntar las cuatro paredes que los mantenían encerrados en el estrecho cubículo que llamaban camarote—. Este es el espacio más grande que alguna vez habrá entre los dos. Y no solo por este mes, sino por el resto de nuestras vidas, así que búscate otra excusa, o sé un hombre y solo admite que estabas demasiado distraído con Lady Mayfield.

Espinas de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora