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Antonia parpadeó dos veces, en busca de aclarar la vista. Aunque, en realidad, no tenía ningún problema para ver de forma perfecta el enorme puerto de Xanthos, con su habitual manto de nieve que cubría los muelles y tejados como un lienzo inmaculado, a escasos metros de distancia.

Trece días habían pasado desde que tuvo el impulso de meterse en ese maldito baúl. Su labio ya había sanado, al igual que el moretón que le provocó la mano abierta y adornada por anillos de Roman Harlow. Ahora, sin ninguna herida escociendo en su piel, le costaba recordar porque se había marchado.

¿Bastaba acaso una simple bofetada para que saliera corriendo en dirección opuesta a su destino? Se preguntó, tragando saliva con dificultad.

—¡Ahí estás!

La voz de William Blackwood la tomó por sorpresa antes de que se percatara de su presencia. El Thauri se estaba abriendo paso entre los transeúntes, que iban de un lado a otro envueltos en gruesas capas de piel, con una eficiencia que desafiaba el frío, mientras en sus rostros curtidos por el clima, mostraban una dureza que parecía rechazar a los recién llegados como ella; que de repente tuvo la sensación de que el hielo bajo sus pies conseguía penetrarle hasta los huesos.

—¿Te hice esperar mucho? —preguntó Will, sujetándola de la mano.

Y aunque seguro que sus dedos estaban helados porque no tenía guantes, a ella le pareció que eran cálidos. Quizás, porque no conocía las manos de nadie más allí.

—¿Ya se fueron? —lo miró, ignorando su pregunta.

—Sí, la costa está despejada —asintió él con una sonrisa cómplice.

Pues durante los últimos días, el guerrero había demostrado ser un maestro del disfraz, esquivando guardias y sirvientes por igual en la fragata Maksimov, desde la cocina hasta su camarote, sin levantar la más mínima sospecha.

Después de todo, era consciente del revuelo que debió formarse en Bazarat en cuanto notaron la ausencia de la Sovran Veyalir. Sin embargo, no podía enviarla de regreso, mucho menos tras todo lo que ella le contó.

—¿Y ahora? —Antonia le apretó la mano, analizando todo a su alrededor.

Desde las aguas azul profundo que bordeaban la ciudad contrastando con la blancura que dominaba el paisaje, hasta las torres de vigilancia, construidas con piedra oscura y rematadas con estandartes que ondeaban al viento, como guardianes silenciosos del eterno reino invernal.

—No estoy seguro —admitió William, encogiéndose de hombros con una calma cuando menos inquietante.

—¡¿Cómo que no está seguro?! —exclamó ella, abriendo los ojos de par en par—. ¡Por Dios, Blackwood! ¿Acaso piensa...

Will ladeó la cabeza, y por alguna razón pareció escuchar sus palabras cada vez a mayor distancia. Entonces, antes de que Antonia pudiera terminar su reproche, se inclinó hacia adelante y capturó sus labios rosas en un beso tan repentino como impetuoso.

—No te alarmes —murmuró contra su boca. Sus respiraciones convertidas en una sola—. Lo que quise decir es que tenemos tantas posibilidades ante nosotros que me resulta difícil elegir por dónde comenzar.

Atrapada en el momento, la doncella sintió como él le apartaba un rizo dorado de la frente para acomodarlo tras su oreja, no obstante, no pudo evitar reparar en las miradas curiosas que se les posaban encima.

—¿Qué cree que está haciendo? —preguntó, empujándolo sin verdadera convicción. Pues el rubor en sus mejillas y el calor que de la nada inundó su ser eran innegables—. No puede besarme aquí, en público, la gente nos está observando.

Espinas de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora