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El sacerdote continuaba mirándola en completo silencio, sentado en el borde de su escritorio en la misma posición desde hacía casi diez minutos, como si en el camino hasta su oficina se le hubieran olvidado todas las palabras.

—¿Se encuentra usted bien? —preguntó Alicia, escrutandolo con los ojos.

—C-claro —tartamudeó, en un intento de organizar sus ideas antes de expresarlas—. Es que sigo sin comprenderlo... ¿Cómo pudo usted curarlos a todos? ¿Es acaso... un demonio?

Ella frunció el ceño, ofendida. Ni quisiera conseguía darle crédito a sus palabras.

—¿Cree que los demonios lucen así de bien, sacerdote? —repuso, extendiendo los brazos hacia los lados para permitirle apreciarla mejor.

—La vanidad es un pecado.

—La estupidez también. Si yo fuera un demonio, ¿Le parece que me dedicaría a salvarle la vida a desconocidos?

—Pues no, mi Lady, pero aún así, no tiene sentido que con solo sus manos, haya podido usted curar a los enfermos.

—Soy una Thauri —dijo, aunque estaba segura de que su aspecto ya lo había dejado claro—. Contrario a lo que todos ustedes piensan, nuestras habilidades no son malas.

—Me disculpo, no pretendía ser irrespetuoso. Es solo que estoy francamente impresionado —confesó, poniéndose en pie.

—Esas personas estaban intoxicadas, tuve que purificar su sangre —le explicó—. Deben buscar lo que las ha estado envenenando o volverán a enfermarse.

El sacerdote asintió.

—Podríamos hacerlo juntos —propuso entonces.

—¿Usted y yo? Ni siquiera me conoce.

—Bueno, me basta con saber que no es un demonio —bromeó, con una sonrisita en los labios.

Justo cuando ella pensó que no era posible que se viera más apuesto, ahí estaban, hoyuelos en sus mejillas.

—Lo pensaré —dijo, caminando hasta la puerta con la intención de marcharse.

—Aguarde. Aún no me ha dicho cuál es su nombre —dijo él, acercándosele—. Yo soy el padre Harry Rosewood, mucho gusto —le ofreció la mano.

—Hasta luego, Harry —dijo Alicia, sin molestarse en devolverle la cortesía—. No intente curar a nadie con sus oraciones mientras no estoy ¿Vale? —le guiñó el ojo antes de abandonar la habitación.

Todo eso, mientras al interior del palacio Maksimov, una conversación un poco inusual tenía lugar entre la Reina Olivia y Lady Avaluna Rusell, quien acababa de ingresar a los aposentos de su Majestad para ayudarla con los últimos detalles de su vestimenta: Un vestido rojo sin mangas, el cual no solo contaba con un revelador escote en forma de corazón, sino también con una rimbombante falda llena de detalles dorados.

Un atuendo al que la Reina decidió agregar además, un collar compuesto por seis hileras de perlas que le abarcaban gran parte del cuello; combinando a la perfección con la delicada tiara que reposaba sobre sus cabellos castaño rojizo.

—¿Entonces solo es hija de un duque? —interrogó, restándole importancia al asunto.

—Bueno... —comenzó a decir Avaluna—. En realidad, su padre es el cuarto en la línea de sucesión al trono de Akantys, por lo que Lady Mayfield viene siendo hija de un Príncipe.

—¿Averiguaste algo más?

La doncella asintió.

—Su reino no es tan grande como Kantria, pero tiene una ubicación privilegiada, ya que controla el cruce de todos los buques y embarcaciones que necesitan entrar y salir del continente por el norte —explicó—. Por eso ella era la candidata con la que la Reina Judith quería casar a Aspen.

Espinas de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora