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—Su Majestad ha vuelto —anunció el criado a espaldas de Lady Olympia.

—¿Y por eso osas entrar así, sin siquiera tocar la puerta? —cuestionó ella, mirando hacia atrás, por encima del hombro.

Esa mañana la luz del resplandeciente sol de Kantria, se colaba en el vivero a través del techo y las paredes de cristal, bañando las numerosas plantas con su calor y el aroma a flores silvestres levitaba en el aire, ocultando la fragancia de hierbas menos agradables.

—Me disculpo, Mi Lady —el muchacho agachó la cabeza, incapaz de mirarla a los ojos—. Es que la Reina ha solicitado verla cuanto antes.

—Iré en un momento —dijo sacudiendo la mano en el aire para que él se retirara.

La puerta de cristal soltó un chirrido casi imperceptible cuando el sirviente se marchó y Lady Macconell, ya en medio de su soledad, dio unos pasos en dirección a la mesa que se ubicaba en el centro de la habitación.

Allí, entre las flores de Iride y las rosas, tenía un nuevo tipo de planta, el cual esperaba floreciera pronto. En especial, después de las ultimas noticias que habían llegado a la corte.

Cuando al fin abandonó el vivero y se dirigió a los aposentos reales, batiendo las caderas bajo su elegante vestido negro, no pudo evitar escuchar la conversación que estaban teniendo Aspen y Olivia.

—¿Ya citaste al consejo? —preguntaba ella.

—Después. Acabamos de llegar y primero me gustaría cerciorarme de que estás bien.

—Estoy bien —insistió, evadiendo su mirada—. Ahora ve y cita al consejo, necesitas ponerte al día en los asuntos de estado cuanto antes.

Si bien las palabras de Olivia solo eran una excusa para deshacerse de su esposo, la verdad era, que tras dejar al magistrado Saint Honor a cargo del Reino por dos meses, resultaba imperativo arreglar cuentas.

—Créeme, mi Reina, tendré mucho tiempo para sentarme a discutir con tu padre en una mesa. Ahora prefiero esperar a que Lady Mcconell te revise, entonces podré irme tranquilo.

—Debes detenerte —advirtió Olivia, entre los dientes.

Él frunció el ceño, confundido.

—¿Detenerme?

—No puede ser que tu tranquilidad dependa de mí—dijo, mirándolo al fin a los ojos—. No cuando ambos somos insignificantes comparado con lo que hay mas allá de estos muros. Eres el Rey antes que mi esposo, actúa como tal.

—Insignificante —repitió despacio, casi como si sopesara la palabra en la boca—. ¿Qué parte de ti, Olivia Saint Honor, mi esposa, mi Reina, mi amor, podría ser insignificante? —preguntó, acercándosele.

Pero ella esquivó su avance como si se tratara de un baile que ambos habían perfeccionado desde el día del incidente. Pues pese a todos sus esfuerzos, ella no había vuelto a permitir que la tocara.

—Buenos días, Majestades —carraspeó Lady Olimpia, irrumpiendo en la habitación.

—Al fin llegas —Olivia la fulminó con una mirada lateral, su postura rígida como el hielo—. Casi parece que olvidaste que omitir una orden real se considera traición.

—Mis disculpas, Majestad —la anciana se forzó a inclinar la cabeza para no caldear mas los ánimos de su ahijada.

Y Aspen, pese a su preocupación por Olivia, entendió qué sobraba en la habitación.

—Te veo en la cena —murmuró con suavidad, antes de dejarlas a solas.

La puerta de madera ni siquiera había terminado de cerrarse a espaldas del Rey, cuando Olivia, temblorosa, dejó escapar una bocanada de aire y apoyó una mano en el muro mas próximo para no correr el riesgo de desvanecerse.

Espinas de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora