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El criado tocó dos veces la puerta de los aposentos del Príncipe Arkyn, preparándose mentalmente para encontrarlo en su habitual estado de embriaguez. Sin embargo, lo que vio al girar el pomo dorado lo dejó sin palabras. Pues el joven, de pie bajo el marco de la puerta, no vestía ni una sola prenda de ropa y con la intención de desafiar toda decencia, sostenía con el brazo izquierdo a una mujer aferrada a su torso, mientras otra, yacía entre las sábanas de seda de su cama.

—¿Necesitas algo? —preguntó Arkyn con impaciencia, al notar que el sirviente se había quedado pasmado.

Él, enrojeciendo hasta la raíz del cabello, se obligó a reaccionar, fijó la mirada en el suelo, hizo una reverencia tan rápida como torpe y trató de recuperar la compostura antes de hablar.

—Buenos días, Alteza. Lamento interrumpir, pero ha llegado algo importante para usted —anunció, extendiendo un sobre de papel blanco con sus temblorosas manos.

Arkyn dejó caer la vista sobre la carta sin mucho interés, la pesadez instalada en sus ojos azules dejaba en evidencia lo poco que había dormido la noche anterior, y que no tenía intención alguna de atender asuntos de estado antes de haber tomado siquiera el desayuno, o eso pensaba, hasta que un sello de lacre atrajo su atención: Era la marca de los Harlow. No en una, sino en dos cartas, la primera dirigida a su Majestad el Rey y la segunda a él.

—Qué curioso —murmuró, arrebatándole ambos sobre al criado.

¿Qué propuesta habría despertado al fin la atención de Román? Se preguntó ¿La diplomática oferta de Aspen o su la suya, un poco más... provocadora?

Conociéndolo como lo conocía, tal vez ninguna.

—Puedes retirarte —volvió a hablar, tras varios segundos.

—Pero... —el criado vaciló. Su deber era entregarle la otra carta al Rey, sin embargo, había aprendido que a los príncipes (en especial a los que eran como Arkyn) era mejor no contradecirlos.

Así que hizo otra reverencia y se retiró, al mismo tiempo en que Arkyn cerraba la puerta de la habitación con un golpe seco.

En el fondo de la estancia, la chimenea crepitaba, llenándolo todo de un calor denso que contrastaba con el frío viento que se colaba a través de las ventanas entreabiertas,  como una señal irrefutable de que el invierno llegaría pronto. La mujer que había abierto la puerta junto al Principe, lo siguió a través de la estancia hasta que llegaron a uno de los sofá azul oscuro y él se dejo caer contra los cojines.

—Una carta del mismísimo heredero de Bazarat —comentó, sentándose a horcajadas sobre Arkyn. Sus largos cabellos negros cayeron en ondas sobre sus voluptuosos senos, cubriéndole los pezones erectos y entonces, siendo consciente de lo que podía provocar en los hombres, le propinó un beso mas bien húmedo en el cuello—. Debe ser algo importante, Alteza —agregó, trazando un circulo con su cadera.

Y él sonrió, de forma amplia, antes de apartar los sobres de la vista de la mujer con un gesto. Ella se esforzó un poco mas y el siguiente beso se lo dio en la mitad de los pectorales, con la firme intención de continuar descendiendo hasta llegar a su entrepierna. Sin embargo, de un momento a otro, Arkyn frunció el ceño y se puso en pie de un respingón, arrojándola al suelo. Ella se movió hacia atrás, guiada por el instinto y se extrañó al ver el disgusto en la cara del Principe.

El sonido de su caída pareció ser engullido por los altísimos muros de la habitación, quizás por eso no entró ningún guardia, o al menos eso se dijo, cuando respiró profundo en busca de controlar sus nervios.

—¿Pasa algo, Alteza? —interrogó, con una sonrisa impecable en los labios, pues no podía salirse del papel que estaba interpretando.

Arkyn dejó que una risa seca, carente de gracia, escapara de su boca. Y entonces avanzó despacio en su dirección, como un gato que jugaba con el ratón que al final usaría para la cena.

Espinas de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora