37|

34 8 3
                                    



Mas allá del frio aire matutino que parecía envolver el patio principal del Palacio, los caballos, ensillados y listos, pateaban el suelo con inquietud, mientras el grupo de Thauri que los montaría, imponentes con sus prendas de cuero y símbolos rituales pintados en las mejillas y frentes, esperaban la señal para partir.

Iban cargados con provisiones para al menos una semana, que era en promedio el tiempo que debía tomarles encontrar y cazar al Nigthkort que tenía en su ala la marca de los Saint Honor.

Antonia los vio desde su ventana, Will se encontraba casi al final de la columna, detrás del caballo de Alicia. Y llevaba colgada en el cuello, una cadena de plata en la que había insertado a modo de dige su anillo de bodas.

—¿No piensas bajar? —le preguntó la Reina Judith, sentada frente a la chimenea, con una humeante taza de té entre las manos.

—¿Ah? —su hija parpadeó, distraída.

—Sabes que no podrás evadirlo para siempre ¿Verdad? —dijo y le dio otro trago a su taza.

—No sé de qué habla, madre. Solo estaba observando a los soldados —mintió, alejándose de la ventana para llegar hasta el sofá.

La anciana la miró a la cara, entrecerrando los ojos azules. Nunca consideró la posibilidad de que sus hijos acabaran enamorados de sus acérrimos enemigos, mucho menos creyó que podría apoyar semejante locura, pero ahora sabia, que nada le dolía tanto en el mundo como verlos sufrir.

—Créeme, cariño. Cuando el hombre al que amas va a subirse a un caballo y va envuelto en una armadura, quieres despedirte cómo se debe.

—Yo no a... —comenzó a decir Antonia, pero las palabras se le estancaron en la garganta. Una cosa era permanecer en silencio con respecto a sus sentimientos por Will y otra muy distinta era negarlos en voz alta.

Después de todo, ese insoportable y presumido Thauri, era su esposo. El hombre que la había hecho suya en cada oportunidad que se les presentó.

—Padre —volvió a hablar, nerviosa—. ¿Crees que él este enojado conmigo?

Judith soltó una sonora carcajada. Como si la Princesa acabara de decirle algo ridículo.

—¿Es eso lo que te preocupa?

—Lo que me preocupa, mamá, es que yo le hice una promesa. Por eso me casé con Román, para vengarme de los Thauri por todo lo que le hicieron —dijo, frunciendo el ceño—. Padre los odiaba, ¿qué crees que sentiría si me viera con uno de ellos? ¡O si viera todo lo que hizo Aspen, por Dios!

La Reina apretó los labios y el recuerdo de los últimos días junto a su esposo le atravesó la mente, no como un relámpago, sino como la hoja afilada de una daga cuando alguien te la hundía en la piel, de forma lenta y calculada. Vio su rostro marcado por las ojeras de varias noches sin dormir, sus manos llenas de cayos y heridas, su temperamento fuerte que poco a poco se transformó en paranoia y al final, vio su cuerpo frio e inerte, tendido sobre su propia sangre en el suelo del estudio.

Sí, el difunto Rey detestaba a los Thauri, tanto que de ver en lo que se había convertido su familia, volvería a suicidarse.

—¿Por qué no vuelves con Roman? —preguntó Judith, espantando sus tormentosos pensamientos—. El amor, querida, tarda en construirse. A lo mejor con algo más de tiempo...

Antonia negó con la cabeza.

—No puedo, mamá. Y no es solo por Will —respondió, poniéndose en pie—. Román Harlow me humilló de la peor manera —confesó y un par de lágrimas le surcaron las mejillas de solo recordarlo—. Si el problema fuera solo el amor, me habría quedado en Barazat, pero es más que eso. Es el respeto que se le tiene hasta a los enemigos, pero que él no tuvo conmigo.

Espinas de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora