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Olivia había salido de su habitación con tanta prisa, que cuando Aspen se despertó, ya no quedaba ni rastro de su aroma levitando en el aire, y el agua de la tina se encontraba completamente fría.

Se incorporó entre las sábanas arrugadas en las que la noche anterior habían dejado morir todos sus problemas al menos por un instante, y buscó con la mano el dige del collar que le colgaba del cuello. ¿Por qué todo en la vida no era tan sencillo como en el sexo? Después de todo, en una cama, incluso la ira podía convertirse en algo placentero.

—¿Su majestad? —Lord Fitzgerald tocó a la puerta en ese momento.

—Adelante —concedió, corriendo a ponerse una bata.

El fiel mayordomo ingresó al salón con la mirada clavada en el suelo e hizo una reverencia. Era un hombre de unos sesenta años de edad, al que el cansancio de los años al servicio de los Maksimov ya se le notaba en la cara. Habia visto nacer a los tres bebes Reales y puesto que su trabajo era servir al futuro heredero, fue casi la sombra de Arkyn durante sus primeros años de vida. De ahí surgió una relación casi tan fuerte, como el rencor que ahora el Principe le tenía.

—Buenos días.

—Buenos días Fitz —dijo Aspen, sonriente—. ¿De casualidad has visto a la Reina?

—Creo que se encuentra desayunando en el jardín, Majestad.

—¿Debería alcanzarla? —murmuró, más para sí mismo que para el sirviente.

—Disculpe, Majestad —carraspeó él—. Lamento interrumpirlo, pero ya han regresado los mensajeros que enviamos. 

Los mensajeros, pensó, regresando casi de un golpe a la realidad. Esa en la que él y su esposa se encontraban divididos por bandos políticos y rencores del pasado.

—¿Dónde están? —quiso saber con la voz cargada de urgencia.

—Aguardan por usted en el lugar de siempre.

Aspen asintió, pensando en las implicaciones de lo que estaba por venir. La renovación de las relaciones comerciales era crucial para la estabilidad económica del reino, especialmente en tiempos de incertidumbre política.

—Vale, prepara dos caballos y asegúrate de que nadie te siga. Nos vemos en la salida Este en diez minutos —ordenó, su mente ya enfocada en los asuntos de Estado.

Fitzgerald asintió, antes de hacer otra reverencia y marcharse.

Seis emisarios habían viajado hacia las naciones aliadas de Kantria bajo el estandarte de los Maksimov varios días atrás, todos con el supuesto objetivo de renovar las relaciones comerciales del reino. Despues de todo, la economía dependía de las exportaciones y el pueblo de la economía. Lo único peor que estar sumido en una guerra civil durante años, era estar muriéndose de hambre. Pues eso no solo disminuía la mano de obra, sino que ademas, enardecía a los súbditos, debilitaba las tropas y té hacia susceptible a ataques enemigos.

Al llegar al lugar encuentro, una vieja iglesia ubicada a las afueras de la ciudad, el Rey encontró a los mensajeros esperándolo en silencio con expresiones serias. Eran hombres curtidos por el viaje, con miradas que denotaban la gravedad de la situación que traían consigo.

—Majestad —corearon al tiempo que se inclinaban hacia adelante.

—Es una bendición que hayan regresado con bien —dijo Aspen, desmontando del caballo—. ¿Qué noticias traen? —preguntó, directo al punto.

Entonces uno de los mensajeros se adelantó varios pasos y le entregó un pergamino sellado. El lo recibió con las manos temblorosas que ya comenzaban a sudarle, consciente de que el contenido de aquella hoja podría cambiar el rumbo de su gobierno.

Espinas de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora