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Mientras separaba las piernas y sentía el frío viento matutino arrastrándose sobre su piel, Antonia se preguntó qué tan suyos eran sus sueños, si incluso un completo desconocido podía arrebatárselos.

¿Había, quizás, idealizado aquel asunto? La amenaza inminente de que todo se desmoronará, provocó que la bilis ascendiera por su garganta quemándole el esófago. Soñaba con ser Emperatriz desde que su padre le enseñó el significado de aquella palabra. Y no solo por el glamour y las atención que aquella vida ofrecía, sino más bien, por el poder.

Si como princesa de Kantria había fracasado en su búsqueda de justicia por la muerte del antiguo Rey Aleksander; como Emperatriz de Bazarat, tenía que lograrlo. O al menos ese era su plan, antes de que aquel médico le metiera ambas manos debajo de la falda.

Un corrientazo de incomodidad ascendió por su columna vertebral y cerró los ojos, en un vano intento de acelerar el proceso. Fue en ese instante de vulnerabilidad, cuando la puerta de la habitación se abrió con un silencio casi sepulcral. El príncipe Roman, alto y de postura regia, entró con una expresión sombría; vistiendo un uniforme militar, que resaltaba su porte autoritario.

Veyalir Rion —corearon todos los presentes, al tiempo que se inclinaban en reverencias ante él.

Antonia abrió los ojos de golpe y sintió cómo el corazón le daba un vuelvo en el pecho, al vislumbrar su figura a un par de metros de distancia. La verdad era que el Principe se veía imponente, con el cabello castaño claro peinado hacia atrás, de manera que algunos mechones caían elegantemente sobre su frente. Y ni hablar de su vestimenta, un uniforme de color verde mar profundo, que evocaba las oscuras aguas de los océanos bajo su gobierno.

Detalles en un tono plateado brillante lo adornaban desde los botones hasta las insignias en los hombros; un fajín turquesa claro le cruzaba el pecho y justo sobre su corazón, llevaba el emblema de su casa: Un Leviatán de escamas verde mar profundo que se enroscaba con elegancia en un fondo negro con pinceladas de gris oscuro.

—¿Cuál es el veredicto? —preguntó, con voz firme.

Y el médico, tras una pausa que pareció eterna, sacó las manos de la entrepierna de Antonia, se las lavó en un cuenco blanco y se acercó a él con lentitud.

A ella le pareció, mientras lo veía moverse, que era más lento que un caracol; pero quizás todo era efecto de los nervios que amenazaban con asfixiarla, pues aunque no podía oír las palabras que emergían de la boca del viejo, sabía que su destino quedaría sellado en un simple susurro.

Lo vio inclinarse hacia Roman y el corazón le latió con más fuerza. Cada golpe era un eco de su miedo a ser descubierta. Pero aun así, elevó el mentón, preparándose cont oda dignidad para algo que ya era inevitable.

—La princesa... no es pura.

Roman quedó inmóvil, su expresión era una máscara de desconcierto y sorpresa qué ni supo, ni quiso ocultar. Por un momento, pareció que el mundo entero se detenía y que en sus ojos azules, solo danzaba la rabia; sin embargo, luego, con pasos que resonaban con determinación, se acercó a la cama donde Antonia yacía y la tomó de la mano con una delicadeza que contrastaba con la rigidez de su postura.

—Majestad, yo... —ella intentó decir algo en medio del temblor que de repente se había apoderado de su cuerpo.

Pero él la interrumpió.

—Arréglate, nos veremos en la catedral —dijo, serio. Y sin esperar respuesta, se marchó, dejando tras de sí un vacío lleno de preguntas.

Antonia, abrumada por la confusión y el miedo, vio su figura que se desvanecía mas allá de la puerta. Y sintió como su estómago se revolvía con violencia, antes de inclinarse hacia adelante para vomitar todo lo que se había comido en los últimos dos días. Las criadas gritaron horrorizadas por la escena y se apresuraron a su lado, murmurando palabras en esa lengua rara y hosca que ella no podía entender.

Espinas de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora