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El horizonte, teñido de un negro casi tangible, se fragmentó con la silueta del Nightkort emergiendo de entre las sombras; y la oscuridad que arrastraban sus patas se cernió sobre la muralla tras liquidar los arboles que habían en su trayecto.

Los soldados vieron, inmóviles, que los monstruos de las historias de cuna que contaban las nanas, eran reales, pero no fueron capaces de reaccionar. Se habían quedado anonadados con el tamaño de la bestia, una amalgama de pesadilla con la piel cubierta de escamas de obsidiana que reflejaban la escasa luz de forma traicionera, y un par de ojos tan profundos y ardientes como el núcleo de un volcán. Sus alas membranosas, anchas como para eclipsar una torre entera, se desplegaron con un aleteo que barrió el campo con una ráfaga de viento y se llevó consigo las hojas marchitas.

Avaluna ajustó la empuñadura del Arak y su respiración se volvió más lenta. Podía sentir el estruendoso latido del Nigthkort retumbandole en los oídos e incluso mas allá, como si fuera una especie de eco que se arrastraba bajo su piel, amplificado por la hemocinesis. Cada pulsación furiosa era la forma en que la bestia le comunicaba sus intenciones: No habría empate aquella noche.

Sin dudar, corrió hacia el borde de la muralla, sus pies seguros sobre las piedras gastadas y su mirada fija en el objetivo. Con un movimiento certero, llevó las cuchillas cristalizadas de sangre hacia adelante y la luz roja se reflejó en los rostros tensos de los soldados a su alrededor, que al fin, reaccionaron. Fue como una especie de efecto domino, que puso en marcha un engranaje; todo el mundo comenzó a moverse, los capitanes vociferaron sus ordenes y el sonido de una serie de espadas siendo desenvainadas se elevó en el aire.

La bestia se acercó lo suficiente como para lanzar su primera embestida, un golpe feroz de su cola que se estrelló contra la base de la muralla, arrancando piedras y haciendo que varios de sus fragmentos llovieran del cielo como esquirlas.

Avaluna, que no estaba dispuesta a detener el paso, esquivó por un pelo y sintió cómo el filo de una roca le rozaba la mejilla izquierda, dejando un rastro sangriento que aprovechó al instante. Levantó la mano y el pequeño hilo de sangre brotó, más allá del ardor, uniéndose a las cuchillas que ya había formado en el aire. Entonces, respiró profundo y las lanzó todas contra la bestia.

Al mismo tiempo y desde su lado de la muralla, Alistair Saint Honor disparaba repetidos ataques contra el Nightkort, pero era consciente de que ni eso ni mucho menos las lanzas de los humanos, iban a conseguir infligir verdadero daño en la criatura, pues sus escamas eran demasiado gruesas.

Aun así y pese a que la desesperación se reflejaba en sus rostros sudorosos y desencajados, los soldados del ejército real no cedían. Flechas encendidas volaban por los aires, algunas golpeando cerca de los ojos de la criatura hasta lograr irritarla lo suficiente como para que se sacudiera con violencia. Fue entonces cuando, con un giro de su colosal cabeza, el Nigthkort embistió a los militares con una potencia tan devastadora, que un estruendo sacudió la muralla al colapsar y sus piedras cayeron cual hojas secas sepultando a los desafortunados hombres bajo una lluvia de escombros. 

Los gritos se extinguieron tan rápido como habían surgido.

—¡Hay que hacer un enlace! —la voz de Alistair resonó como un trueno, arrastrando las miradas de los pocos Thauri hacia él—. Solo así lo dominaremos.

Avaluna asintió, de acuerdo con la idea.

—¿Pueden cubrirme? —preguntó entonces.

—¡Formación en telaraña! —ordenó el Magistrado, a modo de respuesta.

Los guerreros Thauri que aún resistían en la muralla se movieron con precisión instintiva, ocupando posiciones que recordaban de sus entrenamientos de infancia. Era casi un juego convertido en estrategia de guerra. 

Espinas de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora