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Aspen acostumbraba a escribir todas las noches antes de meterse a la cama junto a Olivia, de ahí que a veces en las mañana, ella tuviera manchas de tinta que trazaban un camino ascendente por sus muslos y caderas.

Podía escribir durante horas, aunque no tantas como las que podía dedicar a solo admirar a su esposa. ¿Qué era más cautivador? ¿El contorno de su silueta bañada por la luz temblorosa de una lámpara de aceite, la forma en que su cabello desordenado contrastaba con la pureza de las sábanas de seda, o su vientre que crecía día a día, mientras se formaba no una, sino dos vidas en su interior?

Pensaba en ello mientras la escrutaba con los ojos, acomodado de costado sobre la cama, con la cabeza apoyada en un brazo.

Olivia, aunque dormida, tenía el ceño fruncido. Aquello le hizo gracia. ¿Cómo es que podía estar molesta hasta en sus propios sueños?

—¿No son bonitos tus sueños, mi Reina? —murmuró, acariciandole el puente de la nariz con un dedo.

Sin esperar, claro, que ella reaccionara. Mucho menos que se incorporara de súbito entre las sábanas, y con un movimiento tan fluido como violento, utilizara su hemocinesis para tirar de él cual títere de palo. Entonces, lo levantó en el aire con la facilidad que cede una hoja al viento, y lo lanzó contra el suelo de madera en un estruendo que sacudió toda la habitación.

Aspen, entre el asombro y el dolor, emitió un gruñido sordo y al levantar la mirada, se encontró con un rostro que pese a ser igual al de la Reina, le resultaba aterradoramente desconocido. Pues una sombra oscura parecía envolverlo, sus ojos estaban inyectados en sangre y su mirada no era más que vacuidad.

Aun asi, nada de eso era tan relevante como las líneas negras que se extendían desde su mandíbula hasta su cuello, delineando el curso de sus venas como ríos en un mapa.

El Rey pudo sentir el corazón latiendo cada vez más rápido al interior de su caja torácica e imaginó lo que sucedería antes de que aparecieran las malditas palpitaciones. Sus manos sudando, sus pulmones luchando por algo de aire y su mente entrando en un bloqueo que lo paralizaría; mientras Olivia se quedaba ahí, sola, atrapada en su propia pesadilla.

El solo pensarlo provocó que se incorporara de inmediato en el suelo.

—Olivia —dijo, levantándose con cautela.

Sus manos extendidas hacia adelante con las palmas abiertas, eran una señal de paz en la misma medida que una forma de protegerse de un futuro ataque.

—Escúchame —dio un paso al frente, despacio.

Ella seguía inmóvil, sentada al borde de la cama, mirándolo fijamente. Parecía que su inexpresivo rostro era una máscara de hielo y que su respiración, cada vez más tenue, en algún punto fallaría.

—Estás soñando, nada de esto es real —insistió él, acercándose aún más—. ¿Te digo que si lo es? —se detuvo a menos de veinte centímetros de distancia—. Nosotros.

Un gruñido gutural escapó de los labios de Olivia cuando se puso en pie de forma abrupta.

Entonces lanzó un puñetazo hacia la mejilla izquierda de su esposo, quien con unos reflejos inesperadamente afinados, se deslizó fuera de su alcance. Ella atacó de nuevo, esta vez apuntando a su mandíbula con furia ciega, pero él volvió a esquivarla, moviéndose con la gracia de un bailarín.

Frustrada, la Reina decidió presionar un poco más. Entornó los ojos negros en busca de algo y se concentró; sintiendo el flujo carmesí que se arrastraba por las venas de Aspen; como un ritmo vital, pulsátil y alterable. Con un pensamiento, comenzó a elevar la temperatura de cada glóbulo rojo, calentándolos como si fueran agua en una caldera.

Espinas de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora