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El Palacio era un caos absoluto, con criados yendo de un lado a otro cargados con baúles de ropa, zapatos, joyas y cualquier otra cosa que Antonia considerara esencial. Mientras los soldados llenaban el patio principal, organizando lanzas, puliendo espadas y alistando flechas, como si un resquicio del aliento de un Nightkort no fuera a provocar que el acero se rompiera como una copa de cristal.

Desde el balcón, Olivia lo observaba todo con la respiración contenida, aferrando la barandilla de hierro forjado con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron. En su mente, repetía una y otra vez, como en una especie de secuencia, lo que haría si tan solo pudiera involucrarse.

En las villas, lo primero era preparar las redes, un mecanismo bastante ingenioso a través del cual se las arreglaban para envolver al Nigthkort. Con ello no impedían su ataque, pero sí conseguían volverlo más torpe y eso les daba tiempo para lanzar su primer ofensiva. Solían embestir en grupos de cuatro, conformados por un jinete y tres guerreros. Ella era la líder del suyo, y la acompañaban Alicia, William y Avaluna.

—Aquí estas —dijo Alistair, cuando la vio de pie allí, con la mirada perdida en la lejanía.

—Padre —contestó, girándose para mirarlo—. Estas usando tu armadura —sus ojos se detuvieron en el chaleco de cuero negro que vestía, adornado con la imponente "S" de los Saint Honor y engastado con puntos de zafiro que destellaban bajo la luz matutina, en contraste con las zonas compuestas por plata.

—Y tú deberías estar usando la tuya, pero dudo que entres en algo con esa barriga —replicó el Magistrado, antes de extenderle la mano—. Ven aquí.

Olivia accedió y lo siguió fuera de la habitación. En el pasillo aguardaba por ellos un grupo de al menos diez soldados, ademas claro, de Avaluna Rusell, Cameron y los dos Thauri qué habían conocido en Okthon: Rue y Nash. Ellos también se encontraban envueltos en sus respectivas armaduras y portaban sus armas en la cadera, listos para pelear.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Olivia—. Ya le dije a Aspen que no pienso ir a esconderme con su madre y el resto de damas del Palacio. Y los soldados deberían estar en las murallas, ayudando.

—Los soldados, hija, están justo donde deben —aseguró Alistair—. Y tú, por supuesto que vas a marcharte con las damas del Palacio, aquí solo estorbarías —soltó, tan franco como de costumbre.

La mandíbula de Olivia se tensó mientras reprimía una réplica mordaz. Sintió cómo la rabia le trepaba por la columna y luchó por contenerla. No era buena para lidiar con aquella sensación de inutilidad, ni tampoco para darle la razón a su padre, pero dado lo mucho que le costaba el solo hecho de mantenerse en pie, no tenía nada que decir en su defensa.

De hecho, solo sintió unas ganas terribles de llorar y el reprimirlas tomó por lo menos la mitad de sus fuerzas.

—Deberíamos irnos ya —intervino Avaluna, en voz baja.

—No, tu te quedas —replicó Olivia, tajante—. Casi no hay Thauris aquí y necesito que alguien... —bajó el tono de voz—. El Rey tiene que sobrevivir, Ava.

La doncella asintió con la cabeza, sin vacilar ni por un segundo. Pese a que le preocupaba Olivia, entendía qué se podían ganar las batallas desde diferentes frentes.

—Cuidate, hermana mía —murmuró en su oreja, para que nadie más pudiera escucharlas.

—También tú, hay alguien a quien te quiero presentar —respondió, mirándose el vientre.

Entonces, los soldados formaron un círculo protector alrededor de Olivia y Avaluna la vio marcharse, escoltada desde el corredor hasta el patio principal, donde los carruajes, adornados por las banderas de la familia Real, aguardaban con las puertas abiertas, listos para partir. Los caballos, inquietos, se revolvían en su posición y los arneses tintineaban como una sinfonía de guerra.

Espinas de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora