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Antonia olfateó de nuevo el pañuelo de seda azul. La fragancia de Will seguía viva en las fibras, como una mezcla inconfundible de madera recién cortada, hierbas silvestres y el toque sutil de un perfume cítrico. Cerró los ojos y lo apretó contra su pecho con la misma fuerza que deseaba estarlo abrazando a él.

Sus ojos se llenaron inevitablemente de lágrimas y recordó el tiempo que habían compartido en Xanthos. Aquellos días en los que conoció una libertad que ni siquiera sabía deseaba; fue como si después de mucho tiempo ahogándose en las expectativas impuestas por su titulo y la carga de vengar a su padre, hubiera salido a la superficie para respirar. Pero ahora, de regreso en su lujosa prisión, parecía que se sumergía de nuevo en las profundidades del océano y que tragaría agua hasta que la garganta comenzara a arder y sus pulmones colapsaran.

Un golpeteo urgente en la puerta interrumpió sus pensamientos, seguido de un grito.

—¡Alteza! ¡Alteza! —llamó una voz desde el pasillo.

La Princesa se secó las mejillas con el dorso de la mano y se levantó del borde de la cama para llegar hasta la puerta, con el pañuelo aun estrujado entre sus dedos. Al abrir, su mirada chocó con la figura de una ansiosa criada, que tenía la respiración errática y el horror danzando en las pupilas.

—¿Qué ocurre? —le preguntó, alarmada.

—La bóveda, Alteza, debemos ir todos a la bóveda. La bestia está cerca —respondió ella, incapaz de dejar las manos quietas.

Antonia asintió con la cabeza, antes de hacer uso del pañuelo de seda para recoger sus cabellos en una improvisada cola de caballo. Entonces, con la elegancia que la caracterizaba y ante la mirada inquieta de la criada, se pasó ambas manos por la pomposa falda del vestido en busca de alisar las arrugas que destacaban en la tela, echó los hombros hacia atrás y elevó el mentón.

Una vez lista, emprendió la marcha a través del pasillo contoneando las caderas, casi como si la muerte no le estuviera pisando los talones.

Rocaforte, como su nombre lo indicaba era un lugar rústico, por decir lo menos, sin adornos en las paredes ni azulejos en los techos. Todo era gris, simple, practico, cómo debían serlo los escudos. De manera que era posible esconderse muy bien tras sus gruesos muros, pero sobretodo hacerlo debajo de sus salones, en un inteligente y creativo sistema de túneles que había sido diseñado por ordenes del antiguo Rey Hector Maksimov, tatarabuelo de Antonia.

Ella nunca los había visto, de hecho, durante años pensó que las historias sobre un laberinto subterráneo en el que ningún enemigo podría alcanzarlos jamas, eran solo otras de las canciones de cuna de sus nanas. Sin embargo, toda duda quedó despejada en el momento en que cruzó el umbral de una vieja puerta de madera ubicada en el sótano, la cual conducía hacia un tramo de escaleras de piedra en forma de caracol, que parecían llevar hacia las profundidades.

La criada cerró la puerta a su espalda, tomó una antorcha que descansaba en la pared y juntas comenzaron a descender. El camino se iluminó gracias a la vacilante luz de las llamas, que revelaron más y más escalones.

—Debemos darnos prisa, Alteza, están esperándonos abajo —susurró la criada, como sí temiera que la criatura pudiera oírlas.

Antonia miró hacia arriba, preguntándose a cuántos metros de distancia estaría el cielo, o peor aun, a cuantos estaría su esposo. Pero no vio nada más que oscuridad y un escalofrío le recorrió la espalda, no solo por la profundidad del túnel, sino por el aire pesado y estancado que parecía aferrarse a su garganta. Las llamas de las antorchas, increíblemente quietas, no titilaban, como si el tiempo mismo estuviera detenido bajo tierra. Quiso espantar todas esas ideas de su cabeza y se limitó a continuar bajando.

Espinas de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora