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Como la cacería había resultado ser un éxito rotundo, aquella noche, uno de los numerosos jardines del Palacio Imperial se transformó en un festín. Mesas adornadas con finos manteles y decoraciones opulentas fueron dispuestas con esmero, mientras una orquesta tocaba melodías que llenaban el aire, más allá de las risas y conversaciones animadas de los nobles.

Avaluna, apoyada contra la mesa de limonada, observó como cargaban el jabalí cazado por Román Harlow para llevarlo hasta el centro del festín. Sus ojos mieles recorrieron todo el lugar, deteniéndose en Olivia, con su vientre cada vez más prominente siendo acariciado por Aspen Maksimov; mientras William con sus cortos cabellos grises, era rodeado por señoritas de variada belleza y posición. Era extraño el como podían encajar de forma perfecta en ese mundo que una vez les fue tan ajeno.

—Lady Rusell.

Sebastian Michaelson se situó a su lado, postura rígida, mirada al frente y esos aires de grandeza que parecía emanar de él sin mayor esfuerzo.

—Duque —contestó ella con un ligero movimiento de cabeza y sin disimular su desdén.

—La noche esta despejada.

Avaluna levantó la mirada hacia el cielo oscurecido en el que las espesas nubes no permitían ver brillar ninguna estrella.

—¿Lo esta? —replicó, sarcástica.

Por supuesto que no lo estaba.

Sebastian ajustó el cuello de su camisa, podría hablar del cielo, el jardín y hasta las hormigas, con tal de posponer aquel asunto; si acaso el tiempo no estuviera corriendo en su contra. Pues aunque Olivia no había vuelto a amenazarlo, sabía que sus condiciones aún pendían sobre él como una  afilada espada.

—Nos casaremos en cuánto regresemos a Kantria —carraspeó de forma mecánica, como si se tratara de una especie de negocio. Practico y directo—. pero será una ceremonia privada, solo usted, el cura y yo.

La doncella lo miró al fin a la cara, sin intención alguna de ocultar su desconcierto.

—No recuerdo haber aceptado casarme con usted, Excelencia—dijo, echando los hombros hacia atrás—. Es mas, no recuerdo haberlo visto poner una rodilla en tierra para preguntarme si acaso me apetece convertirme en su mujer.

—Eso es porque en ningún momento le ofrecí tal cosa —él apretó la mandíbula—. La convertiré en la Duquesa Michaelson, sí, pero no en mi mujer —puntualizó—. Son las ordenes de su Majestad, la Reina.

—Castigo —corrigió Avaluna—. Es el castigo elegido por la Reina y yo no he traicionado a nadie para merecerlo.

—Pues no lo acepte—elevó el mentón con presunción—. Así nos hace un favor a los dos.

Un favor, resonó en la mente de Avaluna, que no podia dejar de pensar en la imagen del cuerpo inerte de Gavin Murray, acostado sobre una cama de piedra mientras lavaban sus heridas con paños de agua tibia.

¿Qué estaban haciendo al permitir que Michaelson continuara con vida? Olivia lo había llamado diplomacia e insistía en tratar el tema como una ventaja política en su tablero de ajedrez, pues ya pensaba como una Reina y no como una Thauri. Pero a ella, que todavía le costaba entrar en aquellos corsés y seguir todas las reglas, le parecía un error categórico.

A los enemigos, siempre, se les mata a la primera oportunidad.

—Pidamelo —exigió, tras varios segundos de silencio—. Pidamelo de forma adecuada y quien sabe, quizás me encuentre de buen humor y decida salvar su trasero —agregó, con una reverencia irónica, antes de dar media vuelta y alejarse contoneando las caderas.

Espinas de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora