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Aun rato después de su dramática salida de la habitación, las palabras de Román, cortantes y definitivas, continuaban palpitando en el aire, como una marca mucho más profunda que la presión de sus dedos en la nuca de Antonia. Lo que lejos de aplacar sus ánimos, solo conseguía avivarlos.

No iba a ser ahora que ya tenía la argolla y el diamante en un dedo, cuando la joven Maksimov planeaba rendirse. Pues sabia bien que una unión no consumada, valía lo mismo que una moneda de cuero sin importar lo rimbombante que hubiera sido la fiesta.

Con un suspiro más cargado de desafío que desaliento, se levantó del borde de la cama. Su vestido pareció susurrar con cada paso que daba hacia la puerta, en medio del profundo silencio que invadía los pasillos de un Palacio que no podía resultarle mas ajeno. Mientras avanzaba, las sombras proyectadas por las estatuas decorativas y los floreros, se alargaban hasta ir desapareciendo, pero no lo hacia con ellas el frio, que dé a poco se le fue infiltrando hasta los huesos, como una especie de mal presagio.

Los aposentos de Román se ubicaban en un extremo de la quinta planta y eran tan vastos, como para ocupar el espacio de dos salones de té combinados; lo extraño fue que al llegar Antonia no divisó ningún guardia custodiando sus puertas. Por lo que solo hizo falta que con un gesto casi mecánico, su mano se moviera hacia el pomo dorado, girándolo con facilidad para permitir su entrada.

El interior era un espectáculo de opulencia. Una lámpara colgante, un caleidoscopio de vidrio y oro, bañaba la habitación en una luz cálida y acogedora. Los muebles eran de maderas exóticas, tallados con runas y figuras. Tapices de colores vivos adornaban las paredes, y cada paso de la Princesa sobre la alfombra persa era un susurro en comparación con el tumulto de sus pensamientos.

A medida que se abría paso, su mirada se desvió hacia una puerta parcialmente abierta que conectaba el salón con una estancia privada. La curiosidad la impulsó hacia adelante, y lo que vio a través de la apertura la dejó paralizada.

Había escuchado centenares de cosas a cerca de lo que podía salir mal en un matrimonio. Grandes señores que parecían un encanto y resultaban ser violentos, nobles acaudalados que en realidad se estaban asfixiando entre sus deudas, hombres que no podían evitar acostarse con todas sus sirvientas, hijos bastardos, escándalos sociales, pero... ¿Lo que veían sus ojos? No creía que ningún rumor hubiera podido prepararla para enfrentarlo.

Pues Román, estaba en un abrazo íntimo con el mismísimo Arkyn Maksimov, sus labios unidos en un beso que desgarraba el velo de cualquier expectativa que ella pudiera tener.

Las lágrimas brotaron sin previo aviso, de rabia, tristeza o asco, quizás de todas tres; que se mezclaban tan pesadas como el plomo y le presionaban el pecho dejándola sin aire.

Vio cómo su hermano introducía la mano derecha en los pantalones de Roman con evidente urgencia, acariciandole el miembro; este, incentivado por su contacto, se separó de sus labios un momento y comenzó a dejarle besos húmedos por todo el cuello.

El shock de la traición la envolvió como una ola fría, y se apoyó contra el marco de la puerta, incapaz de apartar la mirada o de huir. En ese momento, la lujosa habitación perdió todo su brillo, y ese nuevo mundo con el que fantaseó durante meses, se le hizo cenizas entre las manos.

A la mañana siguiente, cuando el ejercito de Domkneas apareció para arreglarla, Mhyna notó que algo en el semblante de su futura Emperatriz había cambiado y aunque no se tomó el atrevimiento de indagar al respecto, intentó contarle cosas triviales sobre Bazarat que consiguieran distraer su mente.

—Aquí no tenemos girasoles, pero tenemos una flor preciosa, llamada Moon-rain, que solo florece durante las noches —dijo, mientras terminaba de acomodarle el cabello.

Espinas de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora