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Hades


La noche se sentía cálida. La suave brisa que entraba desde el balcón de mi habitación movía las ligeras cortinas grises dibujando algunas ondas.

En el pequeño sillón situado cerca de la cama llevaba no sé cuánto tiempo echado sobre uno de mis costados con mis ojos fijados en el mismo punto desde que crucé la puerta de esa habitación: en ella, en Debra.

Descansaba sobre mi cama, arropada entre las sábanas… Desde mi lugar podía divisar aún algo de humedad en sus mejillas tras haber llorado incluso en sueños.

Después de la conversación que se dio en ese despacho, esa conversación que tanto necesitábamos, esa conversación cuyo detonante fue la curiosidad de Debra por saber acerca de las alas de mi ángel, de nuestra estrella, ella no pudo soportar más.

Cayó en mis brazos torpemente. Sentí su cuerpo desvanecerse a causa de la falta de fuerzas tras confesarle parte de todo lo que ansiaba hacerle saber, aquello que necesitaba urgentemente que supiera. Mis sentimientos fueron expuestos sanando al fin parte de mi alma, pero todo aquello fue demasiado para ella.

No me quedó de otra más que tomarla entre mis brazos y dejarla recomponerse descansando en mi cama.

Apenas era consciente del tiempo que habría pasado desde que llegamos allí, lo único que pude hacer fue permanecer junto a ella hasta que su llanto pareció disminuir y el cúmulo de todo lo que oyó la sumió en el sueño por el cansancio de no saber reaccionar más allá de querer alejarse y huir una vez más. Pero no, yo no estaba dispuesto a volverla a dejar ir.

Cuando al fin quedó dormida, permanecí unos minutos a su lado llorando en silencio sin dejar de verla, sin dejar de observar cada lágrima impregnada en su rostro mostrándome una pequeña parte de todo el sufrimiento que debió pasar sola, lejos de mí.

Poco después me pareció mejor dejarla dormir sin interrupciones y tomé asiento en el sillón junto a la cama sin desviar mi mirada de ella un maldito segundo. Sólo quería velar sus sueños de la forma en que no pude hacerlo en el peor momento de su vida.

Un leve movimiento sobre la cama alertó mis sentidos y tomé asiento de inmediato a la espera de algún otro más. Y volvió a moverse. Se retorcía entre gemidos dolorosos bajo las sábanas y me puse en pie enseguida iniciando un paso rápido hacia ella.

Su gesto se arrugaba y algunas lágrimas volvían a dejarse ver.

—N-No...

—Debra… —Tomé asiento a su lado, puse mi mano en su cabeza y acaricié su cabello tratando de calmarla. —Tranquila, estoy contigo.

Mi voz pareció tranquilizarla por la forma en la que su cuerpo se relajó. Sus manos se movieron nerviosas hasta contraerse en su pecho mientras mis dedos continuaban el paseo entre sus hebras. No podía dejar de mirarla.

—Hades…

Su voz salió en un hilo sintiéndose totalmente pesada por el agotamiento.

—Estoy aquí, ratoncita. —Susurré acercándome un poco más.

Alzó su rostro con algo de dificultad con la intención de cruzar nuestras miradas hasta conseguirlo. Sus ojos lucían aún enrojecidos y un tanto hinchados como resultado de su incesante llanto. Sus mejillas apenas estaban húmedas, pero aún así todavía se apreciaba.

Ritual II: La historia comienza... ¿de nuevo? © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora