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Hades


Reconocer la verdad frente a Debra fue lo más duro que experimenté desde las pruebas de la tradición. Ser testigo del temor innegable que rebosaba en su mirada fue una puñalada directa en el corazón. Ella me había tenido miedo antes, pero nunca me había dejado en claro con tan sólo una mirada que temía por su propia vida, por su existencia si seguía cerca de mí.

Esa noche fue la peor de toda mi vida. Verla llorar de esa manera tan desconsolada, revolviéndose en el sillón de mi habitación en un intento por protegerse de mí sin dejar de negar una y otra vez fue desgarrador. Sus ojos perdidos en cualquier parte de la habitación mostrando el shock sufrido por toda la sobreinformación, no lo podía soportar.

Traté de acercarme a ella, pero apenas me permitía sobrepasarme de leves caricias en sus mejillas. Intenté hacerle entrar en razón, pero sólo sabía repetir sin cesar las mismas palabras: *—¿Por qué me mentiste?*

Pero no le mentí, sólo quise evitar que supiera sobre la existencia del Amo. Ella no se merecía a alguien como él a su lado, ella me merecía a mí, a Hades, al hombre que estaba dispuesto a hacer lo que fuera por ella, ese hombre que daría su vida por la suya, ese hombre que arrastraría de vuelta al infierno a los demonios que osaran atormentarla.

Esa noche fuimos envueltos por la madrugada. Ella paró de llorar, aunque seguía perdida en ese limbo de traición en el que había hundido su mente. Yo continué arrodillado por horas a su lado, con mis manos enlazadas con las suyas tratando de calmar el leve temblor que aún sacudía su cuerpo.

El cálido amanecer comenzaba a resurgir entre los árboles frente a la casa y fue entonces cuando ella cerró los ojos. No pronuncié una sola palabra, permití que descansara después de todo lo que le acababa de hacer pasar. Y se quedó dormida.

Esperé un poco más y, cuando estuve seguro de que no despertaría a causa del cansancio, me levanté del suelo. Con mucho cuidado de no despertarla, la tomé en mis brazos y la llevé a la cama.

Un beso en su frente junto a una dolorosa súplica de perdón fue lo último que le dediqué antes de salir de esa habitación.

Necesitaba tiempo. Ella se merecía al menos eso.

—¿Señor?

Perdido en mis pensamientos, la voz de Sadler me devolvió al mundo real. Alcé la vista de los papeles sobre el escritorio de mi despacho y lo miré.

Era consciente de que sólo habían pasado tres días, por lo que aún su rostro lucía un tanto amoratado por los golpes que le di. Aunque yo no me quedé atrás, mi piel no mostraba hematomas, pero la fisura en el labio aún seguía intacta.

—¿Sí? —Contesté al fin.

—Ya es la hora.

Torné los ojos y miré el reloj en mi muñeca, tenía razón. Ya era hora de regresar a casa.

Me pasé estos días más tiempo en la oficina que en casa. No tenía la más mínima idea de lo que hacer ya que Debra no me permitía acercarme a ella. Cuando entraba en la habitación para recoger nueva ropa ella se encerraba en el baño. Pedí que preparasen una de las habitaciones cercanas a la mía para dormir allí sin perturbar sus sueños, pero permaneciendo igualmente a su lado. Se negaba a salir de la habitación incluso sabiendo que tenía plena libertad para moverse por toda la propiedad, porque de lo único que podía estar aliviado era de saber que ella aceptó al día siguiente permanecer allí por su seguridad.

Ritual II: La historia comienza... ¿de nuevo? © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora