Capítulo 62

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By Tom.

-Joder… ¿no te cansas de tanto libro? ¡Y son la hostia de gordos! ¡Seiscientas páginas! Lo veo y no lo creo. – no había puesto un pie en una librería en mi vida. De solo ver tantos libros apilados en las estanterías me atacaba una sensación claustrofóbica horrenda. ¿Y si se me caían todos encima? Me aplastarían con sus puñeteras tapas de cartón duro y algunos con su simple peso, serían capaces de romperme las piernas. Me imaginé un hombre de papel hecho con todos los libros que se encontraban en ese reducido espacio y sentí incluso respeto. ¡Urg! No me gustaría tener que enfrentarme a él. 
Fui hasta Andreas, que nada más entrar había ido directo a rebuscar entre los más gordos y se movía con una lentitud desesperante. 

-¿Cuántos puedo comprar, Tom? – me preguntó, sin alzar la mirada de un libro de un cierto mediano grosor. 

-Uno. 

-¿Sólo uno? 

-Los libros de filosofía del instituto eran carísimos, tío. 

-Pero esto no son libros para el insti, son libros de lectura, maldito ignorante. Valen mucho menos. – Andy parecía tomarse sus dichosos libros muy en serio. Creo que era capaz hasta de pegarme con ellos en la cabeza y gritar ¡inculto, inculto, inculto!

-Bueno, pues coge los que quieras, pero me he quedado sin pasta, apenas tengo cien euros, eh. – le avisé, pero a pesar de advertirle que el dinero era limitado, una sonrisa prodigiosa se adueño de él. Se me echó encima, dándome un fuerte abrazo, colgándose de mi cuello aún con los libros en la mano.

-Gracias, Tom. – dijo y me besó en la mejilla largamente. Nos observamos consumidos por un silencio que navegaba a la deriva de la alegría de Andy y mi actual indiferencia.

-¿Tanto te importan ese montón de libros? – en realidad, la respuesta no me interesaba. Mi atención había sido captada por una sección en concreto cuyas letras estallaban en un marco color marrón sobre el techo. 

-Claro. Adoro los libros. – me dio la impresión de querer decir algo más, pero me soltó al percatarse de mi distracción y siguió mi mirada hasta aquella sección. - ¿Libros de preparación? Tom, hace años que no estudias nada. 

-No es verdad. Hace unos meses estudié primer curso de telecomunicaciones. – me aparté y me dirigí hacia aquel estante remoto. – Elige los que quieras. Ahora vuelvo. – me confié. Andreas se entretendría durante el tiempo suficiente para que yo pudiera encontrar un libro de psicología lo bastante práctico como para servirle a mi hermano.

Cuando me vi allí, frente a aquel enorme trozo de metal con los grandes colosos culturales desordenados, de todas clases, me pregunté qué hacía allí, qué puñetas estaba tramando mi mente y por qué se me ocurrían esas ideas tan desinteresadas de buenas a primeras. La excusa de mi parte ilógica y absurdamente anti-yo empezaba a fallarme, al igual que la excusa de que Bill me hacía estúpido, aunque eso estaba más que comprobado. Necesitaba pruebas del por qué Bill, del por qué esas extrañas reacciones hasta ahora desconocidas para mí desde que me tropecé con el egocéntrico y malcriado de mi hermano y, cuando localicé un libro de química, no dudé en cogerlo del estante y abrirlo por la mitad. Busqué y visualicé página por página. Hablaba de muchas reacciones químicas, sobretodo de la conexión del cerebro y el cuerpo, el sistema nervioso y los órganos vitales. También hablaba de reacciones químicas fuera del cuerpo, claro, pero eso no me interesaba. 
Dejé el libro en el estante y cogí otro del mismo tema. Empecé a pasar páginas, una a una hasta que me detuve. El dibujo de un corazón humano llamó mi atención y con grandes letras, el título “Reacción química ante la sexualidad”. Recordaba haber estudiado ese tema en secundaria. Recordaba la liberación de endorfinas que nos provocaba el orgasmo, así que pasé página y me encontré con una reacción química diferente. El título me dio repelús. “El amor es una reacción química”. Pero ¿el amor no era un sentimiento? Del cual yo dudaba de su existencia. Leí muy por encima, deteniéndome en los síntomas. Elevación de la presión arterial, aumento de glóbulos rojos, sensación de energía y entusiasmo… ¡Bah! No estaba “enamorado”, entonces. Bill me ponía de mala hostia, no me entusiasmaba ni tampoco me latía el corazón con más fuerza, solo durante el sexo y cuando su belleza satánica me machaba la testosterona.

De todas formas, ¿qué hacía rebuscando entre los libros de química? ¿Cuál era la reacción química que pretendía encontrar? ¿La explicación a qué? ¿Y vendría en un maldito libro de universitario? Me interesaba saber por qué a veces odiaba a Bill y por qué otras sentía algo así como la necesidad de tenerlo cerca. Y lo peor de todo, claro, el por qué no dejaba de pensar en él ya fuera con odio o con añoranza, a veces, con preocupación incluso. Había conocido la auténtica preocupación con el capullo de mi hermano. 

Suspiré y dejé el libro en su sitio. 

-Oh, coño, Tom ¿qué estás haciendo? – me reproché a mí mismo. Con las bolsas de la ropa que le había comprado a mi hermano descansando en el suelo, los cosméticos y la primera plancha para el pelo que había encontrado en una tienda que ya ni siquiera recordaba, estaba empezando a confundirme. Me estaba gastando mi salario en tonterías para Bill en lugar de para mí. Era estúpido. Los únicos regalos que había hecho en mi vida habían sido para Helem. Pero pensar en Bill, en la cara de sorpresa que pondría al ver los regalos, en la expresión de su rostro cuando descubrió a Scotty en aquella cestita el día de Navidad, en lo mimoso y contento que se puso… se había tirado toda la noche riendo conmigo. 

Ahora… reía muy poco. 

El Muñeco se había colgado de un estante y se paseaba por entre los libros pegando saltos y abriendo las piernas como un bailarín. Ese maldito bicho sí que estaba contento. Su humor se había vuelto pletórico en cuanto se me cruzó por la cabeza comprarle el primer regalo a Bill. Estaba tan contento, que pegó un salto en medio de dos estantes y se golpeó la cabeza con el de arriba. Cayó al suelo, encima de un montón de libros y se hizo el muerto, con los brazos y las piernas de trapo extendidas y una cara de dolor que provocó que me entrara la risa floja. 
Mi carcajada captó la atención de media librería y cuando alguien me siseó para que cerrara la boca, sentí que el bicho que siempre me acompañaba empezaba a caerme algo así como bien. 

MUÑECO By SaraeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora