La tormenta

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Ailith caminaba sin rumbo fijo, el corazón oprimido por un dolor tan profundo que apenas podía respirar. Estaba harta de ser la heroína, de que siempre recayera en ella la responsabilidad de proteger a la aldea y a sus habitantes. La reciente pérdida de su hijo había sido la gota que colmó el vaso, y el resentimiento crecía en su interior como una hiedra venenosa.

—¿Es que una no se puede cansar? —se preguntaba en voz alta, su voz temblando de rabia y tristeza—. ¿No se dan cuenta de lo que he perdido? A mis padres, y ahora a mi propio hijo...

El bosque de fantasía se extendía ante ella, sus árboles centenarios y flores luminosas apenas ofreciendo consuelo. Caminaba entre ellos, buscando respuestas en el susurro del viento y el canto lejano de los pájaros. Cada paso la alejaba más de la aldea y de Kael, a quien en ese momento no podía soportar ver.

—¿Y mi marido? —murmuró, su voz cargada de resentimiento—. ¿Acaso siente algo por esta pérdida? Parecía no sentir nada...

El resentimiento hacia los aldeanos también crecía. Tanto tiempo protegiéndolos, luchando por ellos, y ahora, ¿quién la protegía a ella? Nadie. Estaba sola en su dolor, y la furia la consumía.

Decidió que necesitaba alejarse de todos. La idea de volver a la aldea y enfrentarse a las miradas de compasión y a las palabras de consuelo vacías le resultaba insoportable. Si volvía, sentía que los mataría a todos, cegada por la ira y el dolor.

—Necesito calmarme —se dijo a sí misma, adentrándose más en el bosque—. Pero no puedo volver. No ahora...

El bosque de fantasía, con sus seres mágicos y su atmósfera mística, ofrecía un refugio temporal. Ailith se dejó caer al pie de un árbol luminoso, sus hojas brillando suavemente en la penumbra del atardecer. Cerró los ojos y dejó que las lágrimas fluyeran libremente, una liberación que no había permitido desde la muerte de su hijo.

Los recuerdos de su vida pasada se agolpaban en su mente. Los días felices con sus padres, la pasión y el amor que había sentido por Kael, y la breve pero intensa alegría que su hijo había traído a su vida. Todo parecía ahora tan distante, tan irreal.

El bosque vibraba con una energía mágica que Ailith apenas notaba. Los seres del bosque, conscientes de su dolor, la observaban desde la distancia, sin atreverse a acercarse. Sabían que su magia estaba desbordada por las emociones y que cualquier intento de consuelo podría desencadenar una reacción violenta.

Ailith pasó la noche en el bosque, sumida en sus pensamientos y emociones. La luna brillaba alta en el cielo, su luz plateada filtrándose a través de las hojas y creando un paisaje onírico. Pero dentro de ella, la tormenta seguía rugiendo, una mezcla de dolor, ira y desesperación.

Por la mañana, Ailith se levantó con una determinación sombría. No sabía si volvería a la aldea ni qué haría si lo hacía. Lo único que sabía era que necesitaba encontrar una manera de calmar la tormenta dentro de ella, de hallar una razón para seguir adelante sin destruir todo lo que amaba en el proceso.

Con un último vistazo al bosque que había sido su refugio, Ailith se adentró más en su interior, buscando respuestas y paz en la soledad y en la magia ancestral que allí habitaba. Pero el camino hacia la sanación sería largo y arduo, y Ailith tendría que enfrentar sus propios demonios antes de encontrar la paz que tanto anhelaba.

Lo que esconden los sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora