Capítulo 76

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Leonardo

La noche es oscura y silenciosa mientras conduzco por las estrechas calles de Florencia. No puedo quitarme de la cabeza el sonido de la llamada de Gabrielle, su maldita voz llenando el aire con amenazas y burlas. Maximus. Solo pienso en él. Mi hijo.

Finalmente llego a la vieja bodega abandonada. Es un lugar lleno de fantasmas del pasado, una reliquia de tiempos oscuros. Aparco el coche, notando otro vehículo estacionado no muy lejos. Mi corazón late con fuerza, pero mantengo la calma. Esta vez no va a ganarme.

Bajo del coche y camino hacia la entrada de la bodega. Está oscura, vacía. El eco de mis pasos es lo único que llena el espacio, pero sé que no estoy solo. Lo siento. Gabrielle está aquí, esperando, siempre en las sombras.

—Gabrielle —mi voz resuena en la oscuridad.

Por un momento no hay respuesta, pero entonces, el sonido de pasos rompe el silencio. Gabrielle emerge de entre las sombras, con una sonrisa que no es más que pura crueldad.

—Leonardo. —Su voz tiene ese tono cargado de desprecio que he llegado a conocer tan bien—. No pensé que fueras tan puntual.

—¿Dónde está mi hijo? —le exijo, sin perder tiempo.

Gabrielle sonríe con una mueca de satisfacción, disfrutando de mi desesperación.

—Oh, el pequeño llorón está bien. Se quedó dormido en el coche. Pero eso no es lo que importa ahora, ¿verdad? —Empieza a caminar lentamente hacia mí, como un depredador acechando a su presa—. Es hora de que saldemos cuentas.

Mi mandíbula se tensa. Cada palabra que sale de su boca es un recordatorio de todo el odio que ha acumulado por mí. No me importa. Todo lo que importa es Maximus.

—¿Qué quieres, Gabrielle? —pregunto, aunque ya lo sé. Quiere verme caer. Quiere vengarse.

—¿Qué quiero? —ríe, como si mi pregunta fuera absurda—. Quiero verte sufrir. Quiero que sientas lo que yo he sentido todo este tiempo. Siempre te creíste intocable, invencible. Pero ahora... —sus ojos brillan con locura—... ahora el rey soy yo. Y tú no eres más que la basura bajo mis pies.

—Eso es lo que piensas. —Mantengo la calma. No le doy la satisfacción de verme quebrar.

Gabrielle se detiene frente a mí, sacando un arma y apuntándome al pecho.

—Es una lástima que no verás a tu hijo crecer. Porque estarás muerto. —Se ríe, disfrutando cada segundo de su macabra broma.

Mi sangre hierve, pero no muestro miedo. No frente a él.

—Si quieres matarme, hazlo como un hombre —le digo, desafiándolo—. Sin armas. Como hicimos en el pasado.

Por un momento, Gabrielle parece considerar mis palabras. Baja el arma lentamente, una sonrisa torcida cruzando su rostro.

—De acuerdo. Vamos a hacerlo. A la vieja usanza.

En un abrir y cerrar de ojos, Gabrielle me golpea con fuerza, y siento el impacto en mi costado. Retrocedo, pero no me dejo caer. Estoy preparado para esto. No puedo permitirme fallar.

La pelea es brutal. Gabrielle tiene ventaja desde el principio, golpeándome una y otra vez. Siento el dolor atravesar mi cuerpo, pero no me detengo. No puedo rendirme. Cada golpe que me lanza solo alimenta mi furia. Por Maximus.

Finalmente, logro conectar un golpe en su mandíbula, lo suficientemente fuerte como para que retroceda. Aprovecho la oportunidad y me lanzo sobre él, llevándolo al suelo. Mis manos encuentran su cuello, y empiezo a apretar.

—Esto termina hoy, Gabrielle. —Mi voz sale en un gruñido.

Sus ojos se abren con sorpresa y miedo, pero antes de que pueda terminar lo que empecé, escucho el sonido de múltiples pasos. Los hombres de Gabrielle. Maldición.

Alrededor de nosotros, varios hombres emergen de las sombras, apuntándome con sus armas. Levanto las manos lentamente y me pongo de pie, sin dejar de observar a Gabrielle. Esto no ha terminado.

—Parece que la suerte no está de tu lado, Leonardo. —Gabrielle se ríe mientras se levanta lentamente, limpiando la sangre de su boca—. Ponte de rodillas.

Me quedo de pie, mirándolo desafiante.

—¡Hazlo! —grita, y uno de sus hombres me golpea en la espalda, obligándome a caer de rodillas.

Gabrielle se acerca, con la misma sonrisa sádica de siempre.

—¿Sabes qué voy a hacer después de matarte? —pregunta, inclinándose hacia mí—. Voy a tirar a tu hijo al basurero, donde pertenece.

Mi corazón se detiene por un segundo, pero justo cuando Gabrielle levanta su arma, un estruendo rompe el aire. Las puertas de la bodega se abren de golpe, y los hombres del clan Russo-Greco entran disparando. Los hombres de Gabrielle caen uno por uno, y el caos se desata.

Cuando el humo se disipa, lo veo. Alessandro. Mi marido está de pie en la entrada, sosteniendo un arma, con los ojos llenos de una furia que pocas veces le he visto.

Gabrielle mira a Alessandro con sorpresa, casi desconcierto.

—¿Tú? —dice, incrédulo—. No puedo creerlo. ¿Este es el mismo chico que secuestré? ¿El mismo chico asustadizo?

Alessandro se acerca lentamente, sin bajar su arma.

—Todos necesitamos evolucionar, Gabrielle —responde con calma, pero su voz está cargada de determinación—. Y yo ya no soy aquel chico.

Gabrielle suelta una carcajada, claramente subestimando a Alessandro.

—No me hagas reír. No eres capaz de disparar. No tienes las agallas.

Pero antes de que pueda decir algo más, Alessandro aprieta el gatillo. El disparo resuena en la bodega, y Gabrielle cae de rodillas, sujetándose la pierna ensangrentada.

—Eso es por meterte con mi hijo —dice Alessandro, su voz fría y cortante.

Me pongo de pie y camino hacia Gabrielle, situándome al lado de Alessandro. Miro al hombre que una vez consideré un rival, un monstruo. Esto termina aquí.

—Todo ha terminado, Gabrielle —le digo—. Esta vez no vas a escapar del infierno.

Gabrielle se ríe entre dientes, su rostro contorsionado por el dolor, pero aún lleno de desprecio.

—No tengo miedo a la muerte, Leonardo —responde, con los ojos brillantes de locura—. Porque muy pronto, alguien más poderoso vendrá. Y cuando lo haga, nos veremos todos en el infierno.

No le damos tiempo para decir más. Alessandro y yo disparamos al unísono, acabando con Gabrielle de una vez por todas.

Con el cuerpo de Gabrielle a nuestros pies, me vuelvo hacia Alessandro. Ambos estamos exhaustos, cubiertos de sangre, pero la preocupación por nuestro hijo supera cualquier otra emoción.

Nos dirigimos al coche donde Gabrielle había dejado a Maximus. Abro la puerta con manos temblorosas, y ahí está. Nuestro bebé, dormido, ajeno a todo lo que ha sucedido.

Alessandro lo toma en brazos, y en ese momento siento un alivio tan profundo que casi caigo de rodillas. Maximus está a salvo.

Nos quedamos ahí, abrazados a nuestro hijo, sabiendo que, aunque esta batalla ha terminado, otras están por venir. Pero por ahora, tenemos a lo que más importa: a nuestra familia.

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