" 𝑺𝒆 𝒔𝒖𝒑𝒐𝒏𝒆 𝒒𝒖𝒆 𝒄𝒖𝒂𝒏𝒅𝒐 𝒕𝒆 𝒆𝒏𝒂𝒎𝒐𝒓𝒂𝒔, 𝒏𝒐 𝒍𝒐 𝒆𝒍𝒊𝒈𝒆𝒔 "
Pedro tiene una filosofía de vida muy clara: centrarse en su trabajo y disfrutar de su juventud sin ataduras. Sin embargo, cuando una noche de fiesta conoce a Ai...
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En la vida hay recuerdos que, por algún motivo, la mente aísla y preserva como al mineral más preciado, crea una película en torno a él, impidiendo que el paso del tiempo dañe sus detalles. En el caso de Ainara, su recuerdo tan bien conservado fue el de aquella tarde en la que Martín logró convencerla para que lo acompañase a hacer surf.
En ocasiones, cuando cierra los ojos, todavía puede ver esa capa de agua, enturbiada por los torrentes de las olas y los dibujos que sus crestas trazaban en ella. A aquella distancia, parecían nubes en el cielo. Cuando piensa en ello, puede volver a sentir la opresión de la falta de aire en su pecho, su cerebro alerta por la inminente asfixia, suplicando a sus brazos que, por favor, nadasen, y a sus pulmones que; por favor, aguantasen un poco más antes de sucumbir a la falta de oxígeno.
Desde aquel incidente, no había vuelto a subirse a una tabla. Era un milagro que no hubiese cogido miedo a bañarse en el mar, aunque, e vez en cuando, cuando las olas eran algo más prominentes que de costumbre, todavía sentía el nudo en su estómago, la ligera resistencia de su cuerpo a nadar en las zonas donde no hiciese pie.
Había sucedido el año anterior. Octubre, inicio de la época de vendavales. Horribles para conducir, para estar en la calle y para prácticamente cualquier aspecto de la vida cotidiana, pero ideales para hacer surf. Los vientos agitaban las mareas, y arrastraban a la costa las mejores olas. No era raro ver en días de nube, lluvia, y viento, esos en los que nadie se atreve a dar más de dos pasos en la calle y se encierra en casa y se transporta en coche, a un grupo de surfistas en la mar, sentados en sus tablas, esperando a la formación de la próxima ola.
Martín, que era bastante aficionado a hacer surf, y que si bien no era profesional, era bastante diestro, llevaba tiempo rogando a Ainara, que por clases que había tomado de niña y por las propias instrucciones de su primo, tenía cierta práctica con la tabla pero no era tan hábil como su primo, que lo acompañase un día a sufear. Olas pequeñas, le prometió él.
Y fue un día a finales de octubre, en que el viento soplaba, la lluvia pinchaba y el frío mordía, que Martín decidió que era el ideal para aquel compromiso. Así, los dos primos acudieron a la Zurriola, con sus neoprenos y sus tablas. Sobre la arena no había ni un alma, ningún pobre diablo que quisiera estar a la merced de aquellas condiciones climatológicas.
Se adentraron en el agua. Nadaron unas cuantas brazadas, tumbados boca abajo sobre sus tablas, hasta llegar a la profundidad. Allí, sintiendo el frío del Cantábrico recorrer cada poro de su piel, y con la lluvia sobre sus cabezas, esperaban a las olas.
La Zurriola era muy distinta a La Concha. Esta última tenía un mar muy sosegado, olas pequeñas, con la Isla de Santa Clara haciendo las veces de parapeto para evitar que la bravura del mar alcanzase la costa. La Zurriola, sin embargo, no gozaba de esa protección,por lo que a su costa acudían olas bravas, una marea que empujaba y arrastraba a quien se adentrarse en ellas sin cuidado.