• La última noche •

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A eso de las nueve, brilló en el cielo la última puesta de sol que Ainara vería en Canarias. Al día siguiente, a aquellas mismas horas probablemente estuviese en su cama, contemplando desde la ventana de su habitación las nubes que no dudaba que cubrirían el cielo de San Sebastián.

Habían acabado unos maravillosos diez días en Tenerife, isla de la que Ainara no había podido evitar enamorarse, en compañía de Pedro, chico del que Ainara no había podido evitar quedarse prendada. Habían decidido hacer que aquel último día fuese especial, y en lugar de pasar el día metidos en la villa como habían acostumbrado a hacer durante aquella semana, habían dado una vuelta por la isla con el coche, habían buscado la playa más vacía y bonita que habían podido (menos mal que Pedro era conocedor de qué calas estaban más alejadas de los turistas) y se habían bañado en el mar hasta que se les habían arrugado las yemas de los dedos. Habían vuelto a la villa a quitarse la sal de la piel y el pelo bajo una buena ducha, se habían cambiado y arreglado, y Pedro le había llevado a un agradable restaurante en una azotea a cenar. Después, habían vuelto a la villa y, como no podía ser de otra manera, se habían acostado juntos.

Durante aquella semana, Pedro se había dado cuenta de que su mente había trazado una línea divisoria entre Ainara y el resto de las chicas con las que se había acostado. Era algo que no sabía poner en palabras, ni siquiera sabía componerlo en sus pensamientos. Pero sabía que la forma en la que sus cuerpos se amoldaban, cómo sus apéndices parecían encajar con sus orificios como si hubiesen sido diseñados a la par, era distinta a cualquier otra. Y lejos de la propia intimidad carnal, podía notar que la atmósfera cuando lo hacía con ella era distinta a con el resto de chicas. Era íntimo, no sólo íntimo, era algo intangible que no era capaz de comparar con ninguna otra vivencia que hubiera experimentado antes, una especie de silenciosa comunión, una intimidad que perduraba, que flotaba en el aire incluso mucho después de haber llegado al clímax. Y él sabía que ella también podía notarlo. Era imposible no notarlo. Y era irónico para Pedro que sólo hubiese sido capaz de tener aquello con una chica que no podía ser menos indicada para él, que vivía en la otra punta de España, que venía de un lugar frío, que prefería las nubes al sol, que era sarcástica, tozuda, y, para colmo, pertenecía a un equipo rival al suyo.

La vida, cuando quiere, puede ser muy extraña.

Aquella última noche, cuando ambos ya se habían corrido, y habían finalizado sus respectivas labores de hacer que el otro se corriese, se habían desplomado sobre el colchón, jadeantes, recubiertos por una fina capa de sudor. La tensión que había habido la primera noche al terminar el acto se había esfumado por completo al llegar a la última, en la que Ainara se acurrucó junto al cuerpo de Pedro, quien rodeó sus hombros con su brazo, acercándola más a él. Piel con piel. Con la mejilla apoyada contra su pecho, ella trazaba pequeños círculos sobre la piel de sus clavículas. Ninguno hablaba, no querían romper aquella atmósfera que ellos mismos habían creado, esa sensación extraña no antes vivida, que perduraba, y que sus palabras y la vuelta a la vida poco a poco iban haciendo desaparecer.

𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐢𝐧𝐭𝐢𝐦𝐢𝐝𝐚𝐝 | 𝐏𝐞𝐝𝐫𝐢Donde viven las historias. Descúbrelo ahora