• Que miren •

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Febrero de 2024 •

Aunque el invierno vasco se caracterizase por ser frío, lluvioso y nublado, no era inusual que, de cuando en cuando, se diese algún día de sol y cielo limpio entre los días tormentosos. Eran como una especie de regalo, un premio de la madre naturaleza a los ciudadanos por haber tenido que sopesar la ira de los elementos durante tanto tiempo. Durante aquellos excepcionales días de sol la ciudad parecía despertar de su letargo invernal, los ciudadanos salían de sus madrigueras para disfrutar de la ciudad sin el disturbio de la lluvia y el frío. Todo parecía más alegre cuando la acera no estaba inundada y la gente no se veía obligada a refugiarse en sus casas o en el interior de los establecimientos.

Desde la terraza en la que estaba sentada, a los pies del monte Igueldo, el aroma fresco de la hierba y los árboles se entremezclaba con la brisa marina. Escuchaba a su alrededor los rumores de conversaciones en castellano, en euskera, alguna en francés. Personas que se encontraban, se saludaban, charlaban animosamente, celebraban poder estar en la calle sin paraguas, y si agudizaba su oído lo suficiente, podía escuchar el suave susurro de las olas, que punteaba de motas blancas la gran masa azul del Cantábrico. El sonido de San Sebastián, que no podía encontrarse en ningún otro sitio.

-¿En qué piensas?- una voz de hombre la devolvió a la realidad, y Ainara volvió al lugar en el que se encontraba: la terraza al sol, y a las gafas de sol a modo de diadema sobre su pelo, al abrigo de paño negro que le envolvía el torso. Se volvió para mirar a Robin, sentado junto a ella en la terraza, cerca, muy cerca, de la barandilla de piedra que los separaba del mar. En ocasiones, alguna ola rompía con timidez contra el muro, pero sin llegar a suponer un inconveniente para los que se encontrasen cerca. A escasos metros se encontraba el Peine de los Vientos.

El francés la miraba con curiosidad en sus ojos castaños, mezclado con la ternura que siempre parecía tener cuando miraba a Ainara.

-En lo mucho que me gusta esta ciudad.- admitió, tomando la taza de café ante ella, de la que se había olvidado completamente, e hizo una mueca de disgusto al comprobar que se había quedado frío.

Él sonrió.

-A mi también me gusta.

Por debajo de la mesa, hizo una pequeña caricia sobre su muslo. Cada vez que estaban juntos, aprovechaba cada ocasión para tocarla, como si sus manos estuviesen imantadas a su piel, y Ainara no podía esconder la pequeña sonrisa de ilusión que se le asomaba cada vez que la tocaba, haciéndola sentir el mismo fuego que el primer día.

Era sábado. Al despertarse, habían visto que hacía un día demasiado bonito como para pasarlo en casa, por lo que habían ido a Igueldo a tomar algo, y aunque ya fuese pasado el mediodía, no habían comido, y ninguno de los dos había siquiera hecho la sugerencia de moverse a cualquiera de los restaurantes que había por aquella misma zona; simplemente estaban demasiado a gusto, contemplando el mar azul, el sol brillante sobre sus cabezas, alternando entre pequeñas conversaciones y silencios la mar de cómodos.

Todo entre ellos había estado yendo muy bien. Muy, muy bien. Ainara dormía en casa de Robin prácticamente todos los fines de semana, y aunque ella no le hubiese dicho nada todavía a sus padres, sabía que estos intuían algo. Sobre todo su madre, que le miraba con diversión cada vez que ella anunciaba que iba a dormir fuera. Y Robin...era maravilloso. Estar con él le hacía sentir a salvo, feliz. Por no mencionar el torrente de hormonas que le hacía querer besarlo y tocarlo todo el rato. Todo era nuevo y emocionante.

Robin, con la complacencia de saber que hacer cosas como aquella se habían convertido en algo normal en su relación; posó su mano sobre la de Ainara por encima de la mesa, acariciando sus nudillos con la yema del pulgar. Y por mucho que Ainara adorase aquel tipo de gestos, era perfectamente consciente de las miradas.

𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐢𝐧𝐭𝐢𝐦𝐢𝐝𝐚𝐝 | 𝐏𝐞𝐝𝐫𝐢Donde viven las historias. Descúbrelo ahora