" 𝑺𝒆 𝒔𝒖𝒑𝒐𝒏𝒆 𝒒𝒖𝒆 𝒄𝒖𝒂𝒏𝒅𝒐 𝒕𝒆 𝒆𝒏𝒂𝒎𝒐𝒓𝒂𝒔, 𝒏𝒐 𝒍𝒐 𝒆𝒍𝒊𝒈𝒆𝒔 "
Pedro tiene una filosofía de vida muy clara: centrarse en su trabajo y disfrutar de su juventud sin ataduras. Sin embargo, cuando una noche de fiesta conoce a Ai...
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-No entiendo tanto secretismo.- protestó Ainara, dejando su equipaje en el maletero del coche antes de cerrarlo. A aquellas horas, pleno mediodía, y con aquellas temperaturas, el interior del coche parecía un horno.
Era su cuarto día en la Isla. Aquella mañana había hecho el check-out del apartamento en el que había dormido las tres últimas noches, y Pedro había ido a recogerla para llevarla al sitio en el que se alojaría el resto de su estancia, aunque había insistido en no decirle dónde estaba. Ainara tan sólo esperaba que no fuese tan caluroso como el otro apartamento, en el que había pasado tres noches horribles, de las que amanecía completamente empapada en sudor y con el pelo hecho una mata. Agradecía que Pedro no se hubiese quedado ninguna noche para que no tuviese que verla de esa guisa.
El clima aquellos días entre ellos dos había sido extraño. No habían pasado ninguna noche juntos. Ainara iba a aquel viaje suponiendo que en algún momento se acostarían, pero todavía no había sucedido. No quería ser ella quien forzase la situacion; tal vez a él simplemente no le apetecía, pero ella, teniendo en cuenta lo fogoso que había sido su último encuentro antes del viaje, pensaba que desde el momento en el que pisase la Isla no se quitarían las manos de encima el uno del otro. No había podido evitar comerse un poco la cabeza al respecto; ella era muy mala con las relaciones, y no se le daba bien interpretar las señales. Quizá ella estaba malinterpretando la situación. Quizá Pedro no tenía las mismas intenciones que ella. ¿Qué tipo de relación tenían?¿Qué eran?¿Amigos?¿Los amigos se invitan a pasar diez días a su localidad natal?¿Los amigos se besan?
-Oye, ¿todo bien?- preguntó Pedro, al volante, por encima de la canción de Pólima Westcoast que retumbaba por los altavoces del coche.
-Sí, sí, perdona.- contestó ella, recién sacada de su ensimismamiento.- Se me ha ido la olla un poco.
-El calor. No estás acostumbrada.- bromeó.
-Quizá sea eso, sí.
-No te preocupes. Donde vamos hay aire.
-Pero, ¿a dónde vamos? No seas cruel. Dame una pista, anda.
-No. Secreto.
Ella se cruzó de brazos, con fingida molestia.
-Llegamos en seguida, no sufras.
El coche se adentró en la capital: Santa Cruz de Tenerife. A través de la ventanilla, Ainara observó cómo el paisaje cambiaba bruscamente; del tranquilo paisaje natural de las afueras a un vaivén de edificios, coches, tiendas, isleños, turistas. Se había acostumbrado a la quietud de Tegueste, tanto que se había olvidado de que la Isla tenía mucho más que ofrecer.
-Mierda.- murmuró Pedro, con el coche detenido en un semáforo en rojo, viendo cómo se acercaba un grupo de adolescentes al coche. Se volvió hacia Ainara.- Vete a los asientos de atrás y agáchate, por favor.
Algo confusa, pero entendiendo la urgencia en su tono de voz, Ainara hizo lo que le pidió. Una vez se hubo quedado libre el asiento del copiloto, Pedro bajó su ventanilla. Los adolescentes le pidieron una foto y una firma, que él les concedió con amabilidad.
-Gracias, tío.- dijeron ellos, alejándose justo cuando el semáforo se puso en verde.
Ya fuera de peligro, Pedro se volvió hacia Ainara, que se había encogido en una incómoda postura en los asientos traseros, arrodillada con la espalda arqueada y la cabeza escondida entre sus brazos, como si rezase.
-Ya está, puedes salir.
-Me cago en la puta.- murmuró ella, volviendo al asiento del copiloto, llevándose una mano a la nuca, dolorida por la postura.
-Lo siento mucho, de verdad. Es que por aquí la gente habla mucho, y si nos ven juntos, mañana habrá mil titulares, y no quiero que nos molesten, ni que tú tengas a la prensa encima. Espero que lo entiendas.
-Sí, claro.
Ainara podía entenderlo. Había vivido de cerca situaciones similsres: Martin también había decidido mantener en secreto a las pocas novias que había tenido, y él no recibía ni la mitad de la cobertura mediática que recibía alguien como Pedro.
El coche llegó hasta la zona costera, introduciéndose por un barrio atestado de lujosas villas. Por sus calles paseaban viandantes que rezumaban lujo y riqueza. Mujeres despampanantes paseaban de la mano de hombres con relojes de diseño. Ainara estaba confusa. ¿Por qué había decidido Pedro coger aquella ruta? Su desconcierto pasó al asombro en cuanto el coche aparcó frente a una de las villas; una muy grande, de arquitectura moderna en color blanco.
-Su destino, madame.- anunció Pedro, echando el freno de mano.
-Estás de coña.- murmuró ella, sin poder apartar la vista de la villa.
-¿De verdad creías que te iba a traer a Tenerife y dejar que estuvieses en un Airbnb de veinte metros cuadrados? Venga, vamos a por las maletas.
-Pedro, yo...- farfulló Ainara, saliendo del coche, incapaz de encontrar las palabras.- Es demasiado, ¿no crees?
-Quería que tu primera vez aquí fuese algo memorable.- dijo él, con gesto resuelto, sacando el equipaje del maletero.- Ven, que por dentro es todavía mejor.
Y vaya que si era mejor. El interior de la vivienda, tan enorme y lujoso como el exterior, estaba decorado con un mobiliario moderno, en suaves tonos blancos y marrones. En el salón, unas puertas correderas daban a una kilométrica piscina en el exterior (¡para ellos solos!). A lo lejos, la franja azul oscuro del mar hacía que la piscina pareciese incluso más grande. Al subir las escaleras, Pedro, que cargaba con su maleta y la de Ainara, las dejó en un dormitorio con una enorme cama de matrimonio con sábanas y almohadones blancos, muy bien iluminada, y desde cuyas ventanas se podían ver el cielo azul y el mar. Tras él caminaba Ainara, compungida, con demasiada vergüenza como para tocar nada, como si lo tuviese prohibido.
-Pero...todo esto, ¿es...?
-Para nosotros.- asintió él.- Durante una semanita. ¿Qué te parece?
-No sé qué decir. Joder, Pedro. Te has pasado. Gracias, muchas gracias.
Se acercó al Canario y le dió un abrazo efusivo, hundiendo el rostro en su hombro, aspirando el olor de la colonia en su piel y el detergente en su camiseta. Él rodeó su cintura y descansó su cabeza sobre el cuello de Ainara. Al separarse, ella, siguiendo el impulso de la euforia que recorría su cuerpo, tomó el rostro de Pedro y lo besó con un poco de inseguridad. Todavía no estaba segura si estaba bien hacer algo como eso con él; no tenía del todo claro si eso se incluía en su relación. Pero él correspondió con gusto al beso. Sus labios estaban tan calientes como el resto de su piel; el calor los había inflamado. Sus mejillas estaban enrojecidas, su nuca un poco perlada de sudor, pero a ella no le importó.
Al separarse, él la miró con una expresión ilegible en sus ojos castaños. Tenía los labios curvados en una media sonrisa.
-Venga, ¿un bañito? Habrá que estrenar esa piscina.